Este día conmemoro el Día Internacional del Libro, del Arte y de la Creatividad e Innovación, planteado desde mi experiencia literaria, mi afán lector y mi contacto con personajes de la vida. A lo que se agrega conocimiento del mundo. Yo comencé a descubrirlo con los libros.
En arte y literatura es difícil encontrar algo nuevo, todo se reelabora desde imaginaciones propias y universales para llegar a la obra personal. Ejemplos hay muchos. En todo caso sin educación lectora no se alcanza la sensibilidad humanística para la práctica artística, que los griegos atribuían al ocio. La cultura antigua solo reconocía como trabajo la acción física.
Esa experiencia se inicia desde que aprendí a leer, analizando, curioso, más allá de las cuatro paredes del cuarto sencillo que habitaba mi grupo familiar, donde lo único que tenía a mano eran los periódicos pasados de fecha (por 0.05 centavos de colón la libra; menos de $0.01); lo que estaba al alcance de mi madre que había descubierto mi curiosidad por aprender. Así comencé a relacionarme con adultos: comentando noticias con mi barbero a los siete años; luego con mis amigos zapateros, que cuando regresaba a casa de la escuela entraba a sus locales para jugar tablero de damas. Tanto barbero como zapateros se sorprendían de mi precocidad. Nada de privilegio genético, una simple práctica. «Niño independiente a los siete años», decía mi madre con reprensión y agrado, porque me manejaba solo en mis acciones en una ciudad de San Miguel con salud mental y social benignas.
Luego, con los libros, conocí el poder de la palabra. Desde tercer grado: las escuelas exigían un libro de lectura: «El lector cuzcatleco», donde conocí nombres como Claudia Lars, Alfredo Espino, Ambrogi, e incluso de los poetas de Sudamérica: uruguayos, argentinos y chilenos. Noté que se me facilitaba más comunicarme con los dedos, escribiendo (superaba así mi timidez de niño). La lectura fue mi ruta hacia la imaginación, y de esta a la creatividad. De ahí surge ahora mi propuesta de leer unos cinco minutos a la niñez y juventud. En casa, o en la escuela, no importa dónde; pero despertar la curiosidad por la lectura.
Porque leer no es solo un acto de recreación. El caso del poeta Armijo, de familia provin ciana, que tuvo la suerte de contar con profesores, como el historiador Ramón López Jiménez y a Alberto Rivas Bonilla, quienes notaron su inclinación literaria y le pusieron a la orden sus bibliotecas.
En mi caso, migueleño de ombligo, fue Tarquino Argueta: él me hizo conocer mundos desde la escuela primaria. Mi tío gastaba su salario de joven profesor de matemáticas adquiriendo libros y revistas de Argentina («Billiken»); de Estados Unidos («Selecciones», «Life» en español, eran mis Googles de la época). Así conocí Rusia y Francia en fantásticas novelas de Fedor Dostoievski y Víctor Hugo. El libro con soporte en papel ejercitó mis neuronas que, como en lo físico, necesitan gimnasia. Estaba lejos la comunicación conectiva.
En el caso de Ítalo López Vallecillos, fundador del grupo de Comprometidos, había visitado España antes de los 20 años; y a menor edad Roque Dalton había estudiado dos años en Chile, por eso innovaron desde jóvenes. En literatura y arte se requiere conocer tradiciones, historia, valores y tener algo más: oportunidad para todos. Esto último permite saber de muchos centroamericanos exitosos residentes en países desarrollados. Solo como ejemplo: dos fundadores del Festival de Literatura Infantil Manyula (Biblioteca Nacional) han publicado en Estados Unidos más de tres decenas de libros de literatura infantil entre los dos.
En el caso personal, mis dos novelas más traducidas tienen temática de El Salvador, pero fueron escritas fuera de mi país y editadas en grandes editoriales del mundo. Algo similar ocurrió con los libros de Roque Dalton, publicados en México y Cuba, especialmente.
Entre los 15 y 20 años formamos los Comprometidos. (Noten como pueden asimilarse a las generaciones de ahora, en la búsqueda de crear y renovar). Así puede explicarse la incomprensión de las generaciones mayores. Lo nuestro ni lo cuento.
Pasé de poeta a la narrativa (todos los Comprometidos éramos poetas). Explico: fui a la barbería cercana a la Editorial Universitaria, trabajaba editando «La Pájara Pinta», que permitió que nos conocieran en Sudamérica. Mientras me pelaban tomé una revista: «House & Garden», ¿cómo diablos llegó a su barbería? Y leí el cuento «Hace buen día para cazar el pez banana», del norteamericano J. D. Salinger.
Así descubro que la narrativa no se contradice con el poema. Por Salinger escribí mi primer cuento: «El nombre», (revista «Vida Universitaria», 1964). Y por realidades irreales del arte, la barbería estaba en la misma calle donde Gavidia recibió a Rubén Darío, de 15 años: esquina de 8.ª calle oriente y 4.a avenida norte, en San Salvador.
Luego antes de los 30 años partí a la novela (1965) al descubrir una carta de Pedro de Alvarado a Hernán Cortez (batalla de Acajutla, 1524) que casi nadie conocía.
Triste y centenaria historia: gran matanza de los pipiles. Quise darla a conocer. Imposible. Entonces escribí «El valle de las hamacas», (Premio Centroamericano) publicada en la mejor editorial en español de la época (Argentina), donde tres años antes se publicó «Cien años de soledad».
Sí, en el proceso creativo e innovador se descubre que se requiere vida, realidades, no magias.