El poder es una relación social y, por lo mismo, opera entre los seres humanos. Se basa en la diferencia de recursos y es necesario para transformar la realidad o para impedir que esta se transforme. Es el poder político el más determinante, porque este caracteriza la victoria o la derrota de las luchas que diferentes grupos de la sociedad llevan a cabo a lo largo de la historia de los países.
Desde hace miles de años, los sectores más poderosos entendieron que sus intereses eran resguardados y garantizados de manera más eficaz al ponerlos por escrito; de tal manera que todo el mundo los conociera y obedeciera a sangre y fuego. Este es el momento en que el derecho sustituyó a la costumbre.
Esta era la ley en las comunidades primitivas, en donde no había aparecido la propiedad privada sobre los medios de producción ni la división social del trabajo. Esta costumbre la obedecían todas las personas; de modo que las que la incumplían, podían perder incluso su vida.
Cuando la ley sustituyó a la costumbre, ya la sociedad estaba dividida en poderosos y débiles, en ricos y pobres, en propietarios y en desposeídos, y por eso, la ley era la expresión y la voluntad de los intereses de los grupos minoritarios, pero propietarios y fuertes.
En la medida en que el aparato del poder y de la opresión se complicó y la sociedad humana creció, se hizo necesario y hasta inevitable que la estructura y funcionamiento de la sociedad se estableciera por escrito en lo que empezó a llamarse, y se sigue llamando, Constitución. Así fue desde un principio, por lo menos en el mundo de los griegos. Y también, desde sus inicios, el corazón de las constituciones estaba constituido por la forma de funcionamiento de los poderes, por la distribución de estos, por su coordinación y su equilibrio. Lentamente, esta parte fue siendo conocida como la parte orgánica, y este documento pasó a contener normas sobre la relación de las personas entre sí y con este aparato de poder.
Nuestros pueblos llamados latinoamericanos, al conquistar su independencia de España, heredaron y copiaron la Constitución española y los conceptos que las burguesías europeas, sobre todo las francesas, habían establecido durante el escenario de la revolución francesa, como el Estado de derecho, la soberanía del pueblo, el poder constituyente, los derechos de la persona. Todas estas figuras fueron apareciendo en las sucesivas constituciones.
Cada Constitución expresa las circunstancias específicas en que se desarrolla la lucha de las clases sociales, en cada momento determinado, los intereses principales de los bloques preponderantes en cada circunstancia y las formas o cambios convenientes que deben o pueden operarse en el funcionamiento del aparato de Estado, de acuerdo, eso sí, con los intereses preponderantes en cada momento.
Las constituciones son entramados políticos de acuerdos adoptados por los sectores que redactan jurídicamente las disposiciones que integran los documentos. Siempre hay un universo político y un universo jurídico. Las disposiciones toman y adoptan las formas jurídicas convenientes. Pero estas no son más que la cubierta de los intereses políticos, cuya seguridad y salvaguarda deben ser garantizados por las disposiciones.
Estos intereses no aparecen a flor de piel, y todo parece estar referido a normas jurídicas que, perteneciendo al mundo del derecho, han de ser leídas, entendidas e interpretadas jurídicamente, y solo de esta manera.
La interpretación de las leyes está a cargo, normalmente, de un órgano específico que, aparentemente, interpreta la ley desde la ley misma, y nunca establece la relación entre la ley y la economía, o el poder político, o los bloques de poder en una sociedad, o los sectores populares. Nada de esto se hará en el trabajo de estas instancias especializadas del Estado que hacen la interpretación general y obligatoria de las disposiciones constitucionales. Para las constituciones no existe ni la economía ni la política ni el poder, y solamente el derecho y la ley, naciendo del mismo derecho y de la misma ley, se pueden interpretar a sí mismos.
Toda esta construcción funciona airosamente en tiempos normales y sin crisis políticas ni económicas ni ideológicas. Es, en estas circunstancias de remanso, cuando esta construcción funciona de manera natural, y casi nadie puede imaginarse procesos o procedimientos legales o constitucionales que funcionen de otro modo. Es algo como ver llover, de arriba para abajo, o ver un relámpago partiendo la oscuridad del cielo.
Sin embargo, cuando viene el momento de las crisis políticas y cuando los de arriba no pueden seguir gobernando como antes, y los de abajo no quieren seguir siendo gobernados como antes, y cuando aumenta y se desarrolla la politización del pueblo que se vuelve capaz de enfrentar y derrotar al poderoso aparato ideológico de los grandes poderes de la sociedad política y de la sociedad civil; cuando esto ocurre, todo este entramado deja de ser natural e inevitable ante los ojos del pueblo. Y tanto el juego como las reglas de ese juego pueden ser cambiados y hasta transformados.
El juego de una sociedad es el conjunto de condiciones económicas, políticas, jurídicas, culturales, psicológicas y hasta militares que definen los fundamentos de la sociedad humana. Y las reglas, que son las contenidas en la Constitución, son las que regulan ese juego.
Cuando irrumpe la crisis política, es el momento de cambios en el juego y también en las reglas. Son esos momentos donde se descubre que los jugadores somos los de un juego impuesto, sin consensos, usando, para imponerlo, las reglas establecidas e impuestas por grupos de poder oligárquicos que se cubren siempre con el ropaje del derecho y de la ley para encubrir sus propiedades, sus bienes y sus intereses. Es el huracán de las crisis políticas el que permite que algunas entrañas, casi siempre ocultas, salgan a la calle y corran desnudas por los andenes y por las plazas.
Estamos atravesando un buen momento para este espectáculo de desnaturalización de los poderes establecidos.