Mi pesadilla me acercó hasta las fronteras del mítico Dios. No ese que tiene las mismas vestiduras nuestras y la imaginación del vulgo no puede concebirlo más allá de nuestra semejanza. Mi fundamental no creencia era que no teníamos alma, menos que se desprendiera de nuestro cuerpo la vida para vagar por otros estadios del tiempo, en dimensiones desconocidas, y esta alma además tuviera esa libertad, autonomía, para enfrentarse a la realidad. Menos aceptar que existieran lazos entre un paraíso divino y un infierno espantoso y cruel con quienes no creyeran en él. Mi pesadilla acabó con esas dudas, y conducido por Dios fui a conocer esas dos latitudes entre las que tomamos nuestras decisiones y, obviamente, en primer lugar, me condujo al espacio que había ganado en mi vivir, por ser un mequetrefe incrédulo, ignorante, que solo como loro repetía la negación de la negación de la existencia de Dios, con argumentos falaces, sin profundidad en las concepciones que argüía para defender mi postura. Mi cuerpo, mientras tanto, lo dejaba allí y no lo perdía de vista, plácido recibía las bondades de la ciencia.
Como saco de piedras me tiró el Maestro a un pantano donde pude ver cientos de almas aterradas, tratando de salir del purgatorio, gimiendo de dolor, con alaridos esquizofrénicos pidiendo perdón. Rodando por el pantano me atajó un hombre de fuerte contextura, que fungía de portero. Con un grito: «¡Aquí está Satanás! ¡Este es Satanás!», mientras me elevaba sosteniéndome por los tobillos. De seguidas empezó a afeitarme la cara con la uña de su pulgar y a acicalarme de pies a cabeza con aquel barro nauseabundo. Me puso un impecable smoking sobre una camisa blanca y corbatín de lacito; luego, una corona de barro y hojas de plátano, y me llevó a la cumbre de una pirámide de escaleras sentándome en una silla dorada. «¡Aquí está Satanás ahora! ¡Adorémosle! ¡Será vuestro señor!». Gritó a una muchedumbre que vitoreaba todos los gestos del líder. Bailaron en derredor, me atormentaban con preguntas sobre mi llegada, procedencia y cuáles serían mis mandatos en ese nuevo reinado.
Pedí a Dios que me sacara pronto de allí, llamaba a gritos que mi esposa me viniera a traer; luego, mirando al cielo, una gran luz iluminaba mi rostro y se convertía en el foco del quirófano donde me rajaban el corazón para dejarme unos puentes que me permitieran seguir con vida. Pero esta deducción la saco ahora que me ubico en el tiempo y espacio donde estaba. De inmediato me trasladaban a otra instancia, y era un gran atrio de un templo, en unas tribunas de blancura impecables. Miraba al cielo y eran muchas parejas bailando danzas celestiales, acompañadas por una gran sinfónica y voces exquisitas. La perspectiva en que las miraba, las parejas, los pies arriba sobre un formidable mosaico y cabezas abajo, mirándome, casi invitándome a compartir, pero yo estaba adosado a las tribunas, impedido de tomar decisiones sobre mi alma. Le pertenecía a alguien que me guiaba y ese era Dios. Estaba mostrándome la magnificencia de la pureza y, por ende, la paz. Allí aparecieron de nuevo grandes faros de luz y una mujer exuberante de tez morena que me invitaba a acompañarla; se disolvían las imágenes en el entorno de la operación por un instante.
Y de inmediato salía mi alma de viaje, quizá huyendo del estertor de las puñaladas que le daban al pobre corazón. Estaba en la playa, mi hijo jugando de lo más feliz en la arena acompañado por su madre, su abuelita y un viejo amigo de la familia que lo animaba a mover sus juguetes y retozar con las olas del mar. Enseguida me acerqué a ellos y con mucha tristeza pensando que había perdido a mis seres queridos, y ellos se veían tan tranquilos, mi hijo parecía de menor edad. Me miraban como a un fantasma, como una transparencia, pero sabían que estaba allí. Inmutables, me demostraban que todo estaba bien. No les hacía falta. Y en realidad varias veces ya me había salido por mi cuenta de ese cuerpo inerte ahora y llegaba a mi hogar y salían a encontrarme en el portón para pedirme que me fuera, que siguiera en la mesa de operaciones, que no los molestara.
Regresé compungido a los pedazos de carne y huesos de la sala, envuelta en una gran confusión por el desorden de mis neuronas, la arritmia de mi corazón; los galenos estaban sofocados por mi inquietud y el desequilibrio de mis emociones.
—Es normal que Dios se los quiera llevar para que se vean en el espejo de sus vidas, pero este individuo padece de locura congénita y su corazón está vuelto leña —exclamó el jefe de los médicos empeñados en darme unos días más de vida.
Cuatro veces casado y otras correrías, 10 hijos regados por uso y abuso de sus genitales «sentimientos»; de oficios varios, tantos como los enfrentaba la vida; estudios técnicos medios, pero con vocación a la filosofía, al arte y a la política. Mediocre en todos los conocimientos, era un saco de confusiones echado a rodar por el mundo.
Amante fiel, luchador por las gestas independentistas, tenía una pasión extrema por el libertador de Venezuela y otras repúblicas del continente, Simón Bolívar. Y el siguiente sitio donde llevaron a aquel ser desvelado por las agujas y las cuchillas galenas fue justo al día en que se celebraba el decreto de independencia en el país: la gran fiesta, el total desvergue, el desafuero total y la inconciencia en su máxima expresión. El «pueblo» se sentía «libre» haciendo un desprecio de la cordura y la sensatez. El oficialismo montaba en todas las plazas Bolívar el teatro de la independencia, caballerizas y soldados disfrazados de generales de la independencia montaban aquel semental rumbo a una batalla: el delirante fragor del galope hacia la violación, el saqueo y todos los desmanes que provoca el libertinaje.
Yo, en medio de la turba, cantaba mi poema a Bolívar y pedía a gritos que callaran, moderaran esas monsergas que ofendían la memoria del prócer. Solo logré que aquella manada de lobos hambrientos se volviese hacia mí y chineado me llevara a una fosa y me tirara sin contemplaciones, cubriéndome de tierra… Entré en mi cuerpo nuevamente y los focos del quirófano cegarían mis ojos hasta que las más suaves y tiernas manos de mi esposa y mi hijo acariciaron mi rostro con una bendición en sus labios.
Las primeras palabras: ¿Gracias a Dios estoy vivo?