El oro es brillante, lustroso, sumamente pesado y más maleable y dúctil que cualquier otro metal. Se han batido con martillo hojas de no más de una diezmilésima de milímetro de espesor; y 30 gramos de oro se pueden estirar sin romperse hasta formar un hilo de 56 kilómetros de longitud. Para darle dureza se acostumbra a usarlo en aleación con otros metales, y entonces cambia de aspecto. La plata lo torna pálido, mientras que el cobre lo enrojece. Es posible comunicarle tonalidades caprichosas de verde, anaranjado, rubí o morado. Cuando se compra una alhaja, puede verse impreso en ella su contenido en oro. La cantidad de metal puro de un objeto se expresa en quilates, 24 quilates son oro puro. Un anillo de 18 quilates contiene 18 partes de oro y seis de alguna aleación.
En Zacatecoluca, la joyería tiene su propia historia, está ligada de una u otra manera a Mardonio Baires, el legendario propietario de la Joyería La Mexicana, «donde se aprendía a hacer de todo, anillos, remiendos, toda clase de aritos, pulseras, en especial trabajar con la filigrana, una especialidad que permitía darle formas y se hacían hasta pimpollos», señala Toñito. La Mexicana ya no existe, solo la historia de lo que fue. Mardonio Baires fue discípulo de Manuel Ramírez, «de quien aprendió el arte de la joyería, entre ellos, la filigrana, aunque no la trabajó mucho personalmente; pero aún en 1995 trabajaba para él Lito Álvarez, especialista en el arte de la filigrana.
La filigrana (del latín «filum»-’hilo’ y «granum»-’grano’, obra formada de hilos de oro o plata, unidos y soldados con mucha perfección y delicadeza), permitía la filigrana fina, a través de pequeñas obras de arte expuestas en el mercado en forma de anillos, pulseras, aretes, etcétera.
La filigrana extrafina son obras de arte trabajadas solo por encargo para eventos especiales o para iglesias católicas. La filigrana en El Salvador se remonta a la época de la colonia, pero se desconocen los nombres de los maestros que introdujeron este arte en el país. Sin embargo, los artistas viroleños Abel Pineda y Ángel Castro (1885) fueron quienes destacaron en la elaboración de coronas y copones para templos católicos; contribuyeron también a la formación de nuevas generaciones de joyeros en su pueblo natal, Zacatecoluca.
Otra de las escuelas de joyeros en Zacatecoluca fue Joyería La Perla, y por supuesto, no se pueden dejar de señalar a Manuel Galindo, Wilfredo Barahona y Hernán N., que con su ejemplo y dedicación «chisporrotearon los yunques e hicieron surgir las bellezas del arte, y nos infundieron su santo amor en que la justicia y la libertad nos llevan de manera permanente hacia Dios».
Los primeros joyeros de Zacatecoluca ya se adelantaron a mejor vida; sin embargo, se les recuerda con aprecio. Para el caso, a Toño Solórzano, Saúl Clavo, Raúl López, conocido como el Chiqui; Manuel Ramírez y Mardonio Baires.
Mario Urbina es quizá el joyero que en la actualidad goza de mayor trayectoria, un ser humano a quien se le respeta y admira, una leyenda viva que lleva sobre su ser un férreo testimonio de persona loable, convincente.
Ojalá que a la joyería en Zacatecoluca no la desplace la bisutería, la fantasía, el plástico, la fibra óptica, mucho menos el gusto cibernético, que convierte al ser humano en un autómata, que centra los gustos en las ilusiones; y que el rey de los metales, el oro, siga siendo invulnerable a los estragos del tiempo, el aire, el agua, a la mayor parte de los agentes corrosivos y continúe llevando el sello de la eternidad.