«¡Lean! Ya escribí sobre Roque Dalton», tronó la voz de Ernesto Cardenal en su despacho del Centro Nicaragüense de Escritores. Ni habíamos terminado de hacerle la pregunta cuando el poeta nos congeló con su respuesta al mismo tiempo que nos daba la espalda.
Esa mañana de 2005, luego del baldazo de agua fría, nos miramos a los ojos con William Alfaro sin saber qué hacer. Cinco minutos antes habíamos derrochado en libros de Cardenal todo lo que teníamos. Aunque nuestra «fortuna» no pasaba de unos cuantos córdobas, era suficiente para pagar malas decisiones para luego tener pocos arrepentimientos. En otras palabras, era oro.
Probablemente, el «consejo» de leer hacía referencia a su artículo «Recuerdo de Roque», publicado en la revista «Casa de las Américas», número 121, de 1980, o quizá se refería al segundo tomo de sus memorias publicadas hacía tres años: «Las ínsulas extrañas». No sé. Lo cierto es que nuestra motivación tenía que ver más con las fotos de ambos amigos en Cuba, bajo el sol de Varadero, en calzoneta. Después de todo, una buena playa está más allá del bien y del mal.

«No nos deje así, Cardenal», le dijimos, sorprendidos, al sentirnos invisibles frente al revolucionario eterno, místico, teólogo, monje trapense, escultor, ministro de Cultura en la Nicaragua de los ochenta.
Imaginé el grave error que podía significar darles la espalda a dos poetas precarios, hijos de la guerra, fogueados en el bajo mundo de las letras salvadoreñas, que han aprovechado el viaje a tu país para verte y que acabás casi tirándoles la puerta en la cara sin ningún motivo. Pero me dio risa tan solo pensarlo. Una pizca de condimento no caería mal para la futura versión de los hechos. Sonaba mejor que haber salido —como pasó— con el orgullo herido después de haber mascullado una o dos quejas inútiles.
Ya en la calle, como sacudiéndonos cada uno el polvo de la ropa, alcanzamos a decir con alguna dignidad: «Al menos firmó los libros». Reímos y seguimos a pie el camino.
No era la primera vez que saludábamos en Managua al antiguo habitante de Solentiname. Aunque lo habíamos visto fugazmente en la inauguración del III Encuentro Centroamericano de Escritores, cruzamos palabra hasta un día después, el 19 de marzo de 2002, en la galería Pléyades. Era la presentación de «50 años de esculturas», un catálogo-memoria inolvidable.
Existe una fotografía de esa noche: William parece atento a la conversación entre Claribel Alegría y Cardenal, futuros y únicos centroamericanos en recibir el Premio Reina Sofía. Osvaldo Hernández —camisa negra y de bigote— se concentra y mira a la cámara de rollo; también yo. Cardenal tiene un bolígrafo en la mano. Está por firmar, muy amablemente, un par de ejemplares suyos. ¡Todos felices! Pero no.
Lo que no sabíamos —alguien que estuvo cerca de ellos nos lo confesó— es que Claribel no solo mediaba por nosotros con el tema de los autógrafos, sino que estuvo pidiéndole a su amigo que por favor no se levantara y que no nos dejara tirados sin decirnos nada. Además, para Claribel —mitad salvadoreña, mitad nicaragüense—, éramos «sus salvadoreños», una condición casi mágica que nos abría las puertas y los corazones donde fuera. Él le habría dicho un par de minutos antes que saldría huyendo porque unos poetas jóvenes que andaban revoloteando por el lugar no lo dejaban en paz. En eso llegamos… y clic, la foto.
Pasado el tiempo, en su casa de Los Robles, le pregunté a Claribel sobre la noche de los autógrafos. Me dijo que no era cierto, que era mentira, y sonrió chiquito anticipando el primer ron.
De alguna manera, luego del incidente en el Centro Nicaragüense de Escritores, William y yo aprendimos a tomar una sana distancia de Cardenal; más sana, tal parece, para él que para nosotros. No obstante, me atreví a escribirle en julio de 2005, lo invité para colaborar en el monográfico de Roque Dalton de la revista «Cultura» —el mítico número 89—, proyecto complementario del trabajo de Rafael Lara Martínez de reunir la poesía completa de Roque, que también tuve la dicha de coordinar. Por supuesto que en aquella oportunidad no me identifiqué del todo con el poeta. Me parece que le di el nombre y el apellido que no uso. Me respondió gustoso, amable y de inmediato. Su texto apareció publicado en agosto de aquel año.
Como siempre hay una última vez, fue la que más me impresionó. Tenía claro que acercarme al nicaragüense estaba en mi top 10 de las cosas que nunca debía intentar. Así que seguí la norma. Lo vi de lejos. Fue en Rosario, Argentina, la noche del 18 de noviembre de 2005, en un evento paralelo al III Congreso Internacional de la Lengua. ¡Increíble! Me quedé boquiabierto. Cardenal tenía 20 años de no visitar el país y parecía que toda la ciudad había asistido esa noche al teatro Broadway a escucharlo en el conversatorio-lectura con Jorge Boccanera.
Reí, lloré, como todos los asistentes. Resonaba la voz del poeta nica en el gran teatro y no dejábamos de aplaudir hipnotizados después de cada poema. Era un dios. La gente se arremolinaba en Rosario para verlo o saludarlo. Si no era una estrella de rock, era por lo menos un profeta.
Siempre alejado, en la fila del fondo, cuando todo mundo se puso de pie y gracias al misterio de la poesía, sentí finalmente el abrazo de Cardenal. El antes ya no importaba.
Alfonso Fajardo —uno de los escritores noventeros que más respeto— cree que es mejor conocer a los poetas por sus libros que en persona. Tiene razón. La «otra luz» está en las palabras.
Ernesto Cardenal murió a los 95 años el 1«“¡Lean! Ya escribí sobre Roque Dalton”, tronó la voz de Ernesto Cardenal en su despacho del Centro Nicaragüense de Escritores. Ni habíamos terminado de hacerle la pregunta cuando el poeta nos congeló con su respuesta al mismo tiempo que nos daba la espalda»..º de marzo de 2020. Pero no creo. Prefiero recordar mi ejemplar de «Telescopio en la noche oscura», de su autoría, el mismo libro de la noche de la foto con Claribel, que tiene escrito: «Para Carlos. Con afecto, Cardenal». E imagino su sonrisa en las páginas.