Durante décadas, los dueños de los medios de comunicación se habían apropiado de un poder que influía en la sociedad: hubo momentos en los que se jactaban de que eran ellos los que «ponían y quitaban presidentes», obligaban al Estado a estar a su servicio y exigían millonarias cantidades en pauta publicitaria que, cual extorsión, era la póliza de seguro para que no estuvieran en contra del gobierno de turno.
Las noticias incómodas para los clientes de esos medios de comunicación fácilmente se ignoraban o se escondían. Se hacían ejercicios para tapar esa realidad o se promocionaban otras actividades para montar las ya famosas «cortinas de humo». Inventaban historias y las repetían una y mil veces para cambiar la opinión pública y moldearla conforme a sus intereses y propósitos. En esos años, los dueños de esas empresas y sus altos ejecutivos vivían con grandes lujos y hacían continuos viajes al extranjero para vacacionar o para irse a gastar el dinero.
Solo existía la verdad que el dueño del medio de comunicación estuviera dispuesto a divulgar y que le fuera favorable. Con este propósito se publicaron millones de páginas y se vertieron mares de tinta, interminables horas de transmisiones de radio y televisión para poder implementar la narrativa oficial, acorde con los intereses de los patrocinadores.
Sin embargo, la sociedad cambió y los avances tecnológicos permitieron diversificar las fuentes de información. El surgimiento de nuevos medios de comunicación erosionó la una vez monolítica fuerza de los medios tradicionales, que empezaron a perder influencia. Sin embargo, lo que más les afectó fue la pérdida de credibilidad, debido a los ataques infundados contra los que no se alineaban a sus intereses.
El presidente Nayib Bukele, por ejemplo, ha sido objeto de una campaña orquestada en la mayoría de los medios de comunicación que funcionaban como órganos de propaganda de la oposición, una acción que continúa hasta la fecha sin que ello motive al Gobierno a hacer algo en contra de ningún periódico, cadena de televisión, radioemisora o cualquier tipo de organización que publique en una página web o en redes sociales.
Hay pleno respeto a la libertad de expresión y no hay ningún periodista perseguido, encarcelado o procesado en función del ejercicio de su profesión. Los que ahora se presentan como «exiliados» o que «tuvieron que huir» lo hicieron porque un El Salvador en paz y tranquilidad, con más de 68,000 pandilleros presos, ya no es el lugar donde pueden hacer negocios, ya que sus aliados ahora están detenidos o carecen de la influencia política que tenían en el pasado. Esta es la incómoda verdad que no están dispuestos a reconocer.