Definir y redefinir el concepto de identidad nacional es inevitable. El que suceda a lo largo del tiempo es un proceso natural de la evolución como seres humanos y, en consecuencia, de los pueblos. Este proceso de definir nuestra identidad nacional nos obliga a saber diferenciar entre los conceptos de narración histórica y sentido histórico.
La narración histórica (el conocimiento de hechos pasados y la construcción del relato histórico que los expone) aparece en la humanidad como consecuencia de la organización de los grupos sociales, aun en sus formas más elementales, pues la organización social implica jerarquización y deriva, a la postre, en la estatización del grupo; y es entonces cuando la narración histórica se vuelve una necesidad.
El conocer quién vino antes y por qué estamos los que vinimos después; es decir, el relato histórico es necesario como herramienta para la creación del mito social.
Por otro lado, el sentido histórico es capaz, además de conocer los hechos del pasado, de entender la relación de la historia y su narrativa con el momento presente, y proyectar en forma razonable los efectos históricos hacia el futuro. En otras palabras, no se estudia historia por curiosidad, sino para entender cómo se ha desarrollado nuestro mundo a partir del que nos precede.
Es parte del proceso de autoconocimiento, individual y colectivo, ya que es nuestra peculiaridad ser una humanidad que sabe que es histórica; y entendemos, por tanto, que tenemos un origen y una historia por medio de la cual buscamos nuestro sentido de continuidad y trascendencia.
Entonces, es pertinente preguntar, como país y pueblo, ¿qué historia nos hemos contado acerca de nosotros mismos?, ¿qué sentido le hemos dado a la narración histórica que hemos recibido? Somos hijos del encuentro y la conquista, como muchos pueblos que nos precedieron.
La península ibérica misma, antes de ser la España unificada que conocemos, fue conquistada y ocupada por los pueblos árabes durante casi 800 años.
El imperio azteca sometió 100 años a los pueblos, principalmente nahuas, del valle de Anáhuac; o los mayas, que dominaron, después de sucesivos conflictos, a ciudades-Estado vecinas; las guerras entre Tikal y Calakmul, por ejemplo.
Entonces, cuando nos decimos hijos de la Conquista, ¿nos referimos a que somos hijos de los vencedores o de los vencidos? La realidad es que de ambos, vencedores y vencidos a través de las culturas, los continentes y los siglos. Somos el resultado de procesos históricos que no pueden ser cambiados y que derivaron en la riqueza de nuestra cultura e identidad, engrandecida aún más, si cabe, por las corrientes migratorias posteriores, de los siglos XIX y XX (como la judía y la palestina), entre otras, que han tenido y tienen un poderoso impacto en nuestra cultura y economía.
Sin embargo, el uso, principalmente político-doctrinal, de la narración histórica nos ha llevado a perder en gran medida el sentido positivo de nuestra historia y nos empuja a despreciar una parte inseparable de nosotros mismos, ya sea el rechazo visceral a nuestra cultura inevitablemente europea o el tonto menosprecio a nuestras raíces indígenas, la negación de nuestra herencia africana o la fabricación de estereotipos con connotaciones negativas de quienes migraron después.
En consecuencia, parecemos vivir en conflicto permanente con nosotros mismos, autoboicoteándonos a lo largo del tiempo, limitándonos en nuestras posibilidades antes de intentar cualquier cosa; pero siempre en búsqueda de definir nuestra identidad a través de símbolos coloniales o poscoloniales, banderas y escudos, equipos de fútbol, castas o clases y llamando «ser salvadoreño» a un modo heterogéneo de ser y hacer las cosas y de soportar las circunstancias; una identidad que se asume y describe de distinta manera en el barrio popular, en el campo o en las clases más privilegiadas, sin embargo, con raíces comunes más profundas de lo que nosotros mismos nos damos cuenta, pues forman parte de quienes somos.
Desde mi punto de vista, debemos dejar de contarnos historias de fracaso, miseria, conquista y derrota, explotación y guerra, victimismos y desprecio de clases y castas, pues de poco nos ha servido. Debemos darle a nuestra historia un sentido más amplio; entender la relación de hechos que nos han traído hasta aquí, ponderándolos con justicia y revisando con rigor cada versión de la narración histórica que nos han enseñado, aceptando nuestra riquísima herencia cultural y reconciliarnos con su parte más significativa y preponderante: la hispanidad.
La lengua es el principal mortero en el que se unifica y refina nuestra historia de los últimos 500 años; es el idioma con el que construimos nuestra narrativa y estructuramos su sentido. Al ser el idioma castellano la herramienta que moldea nuestro pensamiento y visión del mundo se erige como columna vertebral de la construcción de nuestra actual identidad, y debe ser la herramienta para redefinir quiénes somos frente al futuro.
Es decir, de la mano con el sincretismo de etnias y culturas que nos componen (española, indígena y africana, a la base) debe venir la construcción de una identidad renovada, orgullosa de su origen y proyectando su futuro, liberada de nuestros traumas históricos.
Debemos trascender las construcciones de identidad pseudofeudales de la «república cafetalera» y entendernos como un pueblo rico en idiosincrasia y cultura, que entra a las puertas del futuro no con una pesada carga de hechos pasados a cuestas, sino con un tesoro invaluable: ser hispanoamericanos, ser mesoamericanos, es decir, con la riqueza de ser salvadoreños.