Escribir es un ejercicio que hacemos todos los días: cuando mensajeamos con los amigos, cuando enlistamos las compras, cuando publicamos reflexiones en redes sociales, cuando tomamos notas… Todos los días estamos en contacto con la escritura. Lamentablemente, no todos nos consideramos escritores, porque se ha exaltado la figura casi divina del escritor. Sin embargo, un buen escritor, como los chefs o los deportistas, necesita practicar una y otra vez hasta pulir su técnica y, por supuesto, encontrar su estilo. En ese sentido, la escritura no debería limitarse solamente a la idea de literatura, ni a la creencia de las obras maestras ni mucho menos a las restricciones de espacio, clase y género.
Escribir debería ser accesible para todos, pero no lo es ni lo ha sido. Al leer el texto de Virginia Woolf «Una habitación propia», me encontré con los mismos temores e inseguridades que escucho en mis alumnas: es difícil escribir, porque no se tiene el tiempo ni el espacio ni las habilidades. Pareciera que esta actividad es exclusiva de cierto sector poblacional que puede obtener todo lo anterior. Si bien es cierto que todos tenemos la posibilidad de escribir y de mejorar nuestra escritura, no todos contamos con cierta libertad intelectual.
Pensemos en que los que desean escribir algo y en sus imposibilidades. Muchos egresados universitarios deben lidiar con las horas laborales antes de investigar y disertar sobre un tema para poder titularse. Aunado a lo anterior, los jóvenes que desean ser escritores deben sortear los prejuicios sociales alrededor de la escritura y lectura: se piensa, debido a una larga herencia sobre las artes liberales, que son actividades ociosas. Asimismo, deben enfrentarse con las nociones de literatura: ¿por qué escribir en lenguas indígenas, desde la periferia o mezclando géneros literarios debe considerarse como subliteratura? Esto se visibiliza en el rechazo editorial hacia muchos buenos escritores por no circunscribirse a cierto canon estilístico y temático.
Ahora bien, todas las dificultades anteriores duplican —y triplican— su peso en las mujeres. Además de todo lo ya dicho, si bien ahora ya hay muchos libros de distintas disciplinas escritos por mujeres, escribir todavía resulta una actividad masculina. Tan solo en nuestras bibliotecas o en la mesa de novedades de las librerías hay más títulos escritos por hombres que por mujeres. Esto se debe a que muchas mujeres no cuentan con un espacio propio para transcribir sus ideas. Igualmente, se debe a la presión social de sus responsabilidades femeninas. Finalmente, se debe a la insistencia directa e indirecta sobre que las mujeres carecen de cualidades escriturarias; por ejemplo, los talleres o los cursos literarios implican, para muchas de ellas, renunciar a cierta dignidad, puesto que, como menciona Vivian Abenshushan, en ellos muy pocas veces se respira un ambiente de empatía hacia sus textos, su estilo y sus convicciones.
Sin duda, no todos podemos ser escritores, porque «la libertad intelectual depende de cosas materiales» (Woolf, 1929) y, por qué no, de la posición geográfica y social que tengamos dentro del Estado. Sin embargo, existen pequeños rayos de luz en el sombrío mundo de la literatura que dicta quién puede escribir y qué vale la pena escribir: todos aquellos proyectos editoriales y talleres independientes que posibilitan leer y animar a aquellas voces transgresoras.