Al llegar la época de Navidad y fin de año, recuerdo siempre el entusiasmo que llenaba mi corazón: la tradición de poner nuestro enorme Nacimiento, adornado con una bella flor de Maguey y hacer la limpieza de nuestro viejo armario de caoba, para guardar los regalos de diciembre y después todos los libros y útiles escolares que usaríamos, mi hermano y yo, en el próximo año.
En mi hogar, gracias a Dios tuve un papá y una mamá muy unidos, ambos compartían los mismos sueños y proyectos. No eran solo esposos, sino también amigos, compañeros y un gran equipo.
Cada diciembre, íbamos de compras al centro de San Salvador. Aún recuerdo las muñecas que vendían en la Tapachulteca, La Nueva Milagrosa y todas las cuadras repletas de librerías y pequeñas cafeterías, una esquina que lucía un enorme arcoíris de colores con pastillas redondas y efervescentes para hacer gaseosas, las donas con azúcar y espumosos de fresa con canela muy cerca del edificio del Banco Hipotecario, pero, sobre todo, los mercaditos del parque Simón Bolívar y la plaza Libertad, donde se vendían pesebres, muñequitos y casitas de barro, musgo, helechos y bombas navideñas.
Santa Claus no venía a nuestra casa, mi hermano me lo dijo siendo yo una niña de cinco años. Yo comprendí en ese momento que no debía romper esa magia que mis padres creaban para nosotros cada año y no dije nada. Pero mi mamá que era muy observadora, se dio cuenta y me dijo: «Dios mandó a su hijo Jesús para regalarnos la vida y hacer muchos milagros. Uno de ellos es que podamos comprar los regalos de Navidad. Él es quien los da, no somos nosotros ni Santa Claus». Entonces, le pregunté si Santa Claus existió alguna vez siendo persona y me dijo que sí.
Desde ese día, siempre rezaba para que Dios nos llenara de bendiciones y que mis padres pudieran comprarnos los regalitos en Navidad. También le agradecía por habernos regalado la vida con el nacimiento de su hijo Jesús.
Años más tarde, mi hermano también me dijo que los Reyes Magos no llegaban a casa a darnos monedas en los zapatos viejos que poníamos en las ventanas y frente a las puertas de nuestros dormitorios, que eran nuestros papás quienes lo hacían. Yo ya lo sabía y tampoco dije nada. Simplemente, seguí el juego de mis padres por muchos años más, llena de alegría.
Pasó el tiempo y aprendí a vaciar el viejo armario y a limpiarlo muy a fondo en la memoria. Para poner dentro de él, cada año, mis nuevos proyectos y sueños, y los de mi familia.
Hoy, he colocado en ese mismo armario, entre otras cosas, un bello proyecto: crear un espacio de lectura para personas con discapacidades sensoriales y personas con discapacidad donde, además, puedan desarrollarse otros proyectos y programas de capacitaciones, terapias, etc. Todo para niños, niñas, jóvenes y adultos con baja visión, sordera y ceguera.
Para lograr lo anterior, necesito del apoyo de empresas, personas e instituciones; personas que viven en el extranjero, organizaciones de emigrantes y derechos humanos, empresas salvadoreñas y extranjeras. Por eso escribo este artículo, para solicitarles a quienes pueden y quieran ayudar, lo hagan y se unan a mi causa.
¿Cómo pueden apoyar? Convirtiéndose en patrocinadores, padrinos y madrinas, o bien donantes para poder adquirir una casa y su mobiliario y establecer allí la biblioteca y la Academia Manos Mágicas. A todas las personas que se unan a este proyecto se les entregará un comprobante por su ayuda. Mayor información: [email protected]
Quizás, habrá quienes digan que esto es una «Quijotada» y que a nadie le interesa. Pero también estoy segura que, hay personas, organismos, países y empresas, que dirán todo lo contrario.
Todas las personas tenemos derecho a disfrutar la lectura con accesibilidad y equidad, y también a ser apoyados con espacios para ser capacitadas y capacitar a otras con el fin de lograr la inclusión social. Quedo en espera de sus respuestas para lograr hacer realidad este proyecto.
¡Qué Dios bendiga sus hogares en el 2023!