El movimiento antivacunas nació en Europa en la última década del siglo pasado, fruto de la desinformación alrededor de un estudio hecho a 12 niños con el que se pretendía demostrar la relación entre la vacuna del sarampión y el autismo. Con el paso de los años, la ciencia fue desmontando esta creencia, pero todavía hay un pequeño grupo en el mundo que se opone, en general, a las vacunas, por argumentos que fácilmente son rebatidos por la realidad.
Así, hay gente que cree que es mejor la inmunización natural que la protección que una vacuna puede dar a sus hijos, aunque la primera ponga en riesgo la vida de los pequeños. Otros dicen que las vacunas llevan aluminio y mercurio y que fomentan las alergias, pero no toman en cuenta que en un día normal se recibe más aluminio y mercurio del que contienen las vacunas y no hay ningún estudio serio que demuestre un aumento de los casos de alergias.
Ahora bien, con el tema de la vacuna contra la COVID-19, hay un par de consideraciones. En primer lugar, es natural que haya recelo en cuanto al uso de una vacuna para combatir una enfermedad tan reciente, pero para eso existen los ensayos clínicos y las fases de pruebas que debe seguir toda farmacéutica para conseguir la aprobación para la producción y comercialización de un nuevo medicamento. En segundo lugar, también hay personas que esperan que la investigación avance y están dispuestas a recibir la segunda o tercera versión de la vacuna, es decir, una que haya sido mejorada.
Al final encontramos a los antivacunas, por las razones equivocadas que han elegido creer. Este grupúsculo ha recibido, al menos en El Salvador, el respaldo de otro pequeño segmento de la población integrado por políticos de oposición que calculan que al atacar la vacuna que investigan la Universidad de Oxford y la farmacéutica AstraZeneca dañarán al gobierno.
A pesar de que se anunció claramente que todavía faltan las pruebas de 60,000 voluntarios —ninguno de ellos es salvadoreño—, hay diputados que creen que la población de El Salvador será usada como conejillo de Indias. Otros ponen en duda la efectividad de la vacuna —hay que insistir en que todavía está en pruebas y que se sigue sometiendo a análisis— y aseguran que el país se beneficiaría más con las vacunas que desarrollan Moderna y Pfizer. Por un lado, un asunto elemental: ¿hay un lugar en el país para almacenar dos, tres, cuatro o cinco millones de dosis de estas vacunas a -70 grados Celsius?, y, por el otro, si llegara a conocerse que entre los cuatro laboratorios con los que el Gobierno tiene acuerdos están estas dos farmacéuticas, ¿estarían, entonces, despotricando de un día para otro, como sucedió con AstraZeneca?