Parece ser que todos los procesos de la existencia están sujetos a diversos ciclos, es decir, a etapas o períodos que se van sucediendo en un tipo particular de orden, y que en la mayoría de las veces van de lo más simple a lo más complejo. De esta manera los ciclos de la vida humana se inician en la niñez y se continúan en la pubertad, la adolescencia, la juventud, la adultez, la madurez, la vejez y, finalmente, la muerte.
En la naturaleza encontramos algunos ciclos particularmente especiales en los que su principal característica es la perpetua repetición, como los ciclos de la luna, las estaciones del año —en el trópico, el invierno y el verano; en las regiones del norte, el invierno, la primavera, el verano y el otoño—, para volver a comenzar.
Si se presta un poco de atención, se puede descubrir en toda la realidad diversos ciclos que la caracterizan, no importa a qué aspecto de la realidad nos refiramos, ya sea la economía, la salud, la política, el deporte, la educación, la vida familiar, la amistad, la religión, el trabajo… Todo, absolutamente todo, está sujeto al cumplimiento de ciclos, de los cuales muchas veces pocos se enteran.
Cuando un año termina, como recientemente ha sucedido, y otro se inicia, es un ciclo nuevo que comienza. Mídalo como quiera, por días, semanas o meses, pero siempre se experimenta la sensación de novedad, de nuevas esperanzas, de plantear el deseo o el propósito de mejores cosas, mejores situaciones y condiciones de vida.
Pero el mero deseo no es suficiente, se requiere mucho más que eso: se requiere un compromiso con la acción para lograr que las cosas sucedan. Repito: un compromiso con la acción, el mero deseo es insuficiente. El ser humano es un hacedor de milagros, pero no porque crea en ellos, sino porque es capaz de realizarlos.
Ante una realidad tan dolorosa y con tantas incertidumbres como la que se vive actualmente, en este nuevo ciclo de vida que se inicia, ¿de dónde sacar la fuerza para hacer que las cosas sucedan, para que cambien, para que sean mejores?
Es aquí donde la madurez funciona mejor que la inteligencia, ya que la madurez acerca a la sabiduría. Hay que plantear con madurez el escrutinio de lo que fue el año anterior (el ciclo anterior) y descubrir en qué se acertó y en qué se equivocó. Hay que descubrir cuál fue la mayor enseñanza que el año anterior dejó y también cuál fue el mayor error cometido. De esta manera, se puede aprender de la experiencia vivida, y se buscará evitar cometer de nuevo los errores ya cometidos. Es entonces cuando se crece, se evoluciona, se madura.
De esta manera se cierra el ciclo anterior y se inicia el nuevo con una actitud más sana ante la vida. No sirven de nada las lamentaciones por lo ya vivido, pero se puede aprender mucho de ello. No sirve de nada desear que el tiempo retroceda, ya que eso es un razonamiento infantil e inútil. Hay que asumir el hecho de que lo vivido debe servir para sacar la mayor enseñanza posible, de tal manera que se pueda evitar caer en la repetición dolorosa de los ciclos de aprendizaje una y otra vez.