¿Qué sentirá un hombre bueno momentos antes de cruzar la puerta del infierno? ¿Qué habrá sentido Nayib ese terrible mediodía en que todo pareció perdido?
Aquel era sin duda uno de los días más importantes de su vida, y todo, pero literalmente todo, indicaba que también sería uno de los más felices para él y su familia, sus amigos y sus partidarios. Era el domingo 3 de febrero de 2019.
Nayib había cumplido 37 años y durante los últimos cuatro se había enfrentado sin tregua a los más altos poderes económicos, políticos, institucionales y mediáticos del país. Desafió al sistema entero y el sistema entero se alineó en su contra.
Uno tras otro le habían abierto juicios penales y civiles, acusándolo de terrorista cibernético, maltratador de mujeres, evasor de impuestos, corrupto, calumniador, nepotista, fundamentalista islámico y drogadicto.
Y a pesar de todo eso, cinco meses después de ser expulsado del FMLN en octubre de 2017, tuvo la audacia de anunciar que sería candidato presidencial. Audacia porque ese proyecto partía casi de cero, pues ni siquiera tenía un partido ni cualquier otro tipo de organización que lo respaldara.
Audacia porque ese mismo día de la expulsión convocó a la formación de un nuevo movimiento político que, contra la regla inflexible, según adelantó, no tendría unidad ideológica ni organismos inferiores, intermedios y superiores, ni financistas y, por tanto, ningún tipo de jefaturas, sino que sería plural y horizontal, enteramente autogestionario.
Audacia porque ese hipotético movimiento tendría que competir contra la izquierda, el FMLN que estaba en el Gobierno, y contra la unión de todos los partidos de derecha liderados por ARENA. Desde hacía casi 30 años, por un acuerdo político cupular, el sistema había sido diseñado para que ARENA y el FMLN se alternaran en el poder, en tanto que los otros partidos estaban condenados a ser meras comparsas coyunturales del uno o del otro según la ocasión.
Audacia porque, siendo así, ARENA había gobernado durante 20 años y el FMLN estaba por cumplir su primera década en el Gobierno, por lo que ambas formaciones tenían sobrados recursos económicos, fuertes y experimentadas maquinarias electorales, poder territorial por medio de las alcaldías y el control de la Asamblea Legislativa y de la totalidad de las instituciones.
A Nayib le dijeron que su apuesta era una locura porque, además, el plazo legal para inscribir un nuevo partido político para las elecciones presidenciales del 3 de febrero de 2019 estaba por agotarse. En todo caso, para hacer esa inscripción, la ley exigía 50,000 firmas de respaldo y daba solo tres meses para recolectarlas.
No eran pocos los que habían fracasado en el intento.
Ante eso, y aparentemente contra toda lógica, Nayib elevó el nivel de su audacia y anunció en un mitin que recolectaría no 50,000, sino 200,000 firmas y que no lo haría en tres meses, sino en tres días. ¿Por qué tanta temeridad? ¿En qué fundaba su confianza Nayib Bukele?
Dije antes que su proyecto político partía «casi de cero» porque, pese a todos los factores adversos que parecían insuperables, él contaba con una sola ventaja muy sólida: el respaldo de la mayoría social. (Fragmento de mi libro «La indignación estratégica»).