La droga no se mueve en buses ni en picachitos destartalados que se desplazan por las recónditas y sigilosas veredas de los puntos ciegos de las fronteras. Los miles de millones de dólares que la droga produce no se lavan en tienditas de barrio.
La droga se mueve en furgones que recorren a la vista pública las principales carreteras, y el dinero se lava en operaciones de gran calado en el sistema financiero nacional e internacional, que tiene sus discretas conexiones con los paraísos fiscales.
Al hablar con expertos como Leonel Gómez y Joaquín Villalobos entendí lo siguiente: el narcotráfico internacional requiere de servicios locales, no solo de contrabandistas y pandilleros, sino sobre todo de cómplices encumbrados en el sector público y en el privado.
Eso es lo que en su conjunto se llama crimen organizado, cuyo alcance delictivo no se limita al universo de las drogas.
Los miembros del crimen organizado no solo emergen del bajo mundo procaz y pistolero; algunos salen de los colegios locales más exclusivos, pasan por Harvard y se instalan en las más altas torres directivas de la industria, el comercio y el sistema financiero, o en los palacios presidenciales, como ya lo hemos visto en casi toda América Latina.
En nuestro país, entre finales de los años ochenta y principios de los noventa, se combinaron tres factores altamente peligrosos.
Primero. La migración masiva hacia Estados Unidos, que multiplicó el número de familias disfuncionales, provocando un grave deterioro del tejido social y dando paso al surgimiento de las pandillas criminales.
Segundo. Problemas logísticos y de seguridad en el flujo de drogas entre Colombia y La Florida, en la ruta Caribe, llevaron a que los narcotraficantes sudamericanos establecieran un corredor alterno que pasa por Centroamérica y México, dejando en la región su rastro de narcomenudeo, corrupción y violencia. Ahora, según algunos expertos, casi el 90 % de la droga que va del sur hacia Estados Unidos pasa por Centroamérica.
Tercero. De 1989 a 2009, los gobiernos neoliberales de ARENA desmantelaron el Estado para que fuera pequeño y barato, y transfirieron al sector privado las empresas y los servicios con que el Estado beneficiaba subsidiariamente a los sectores más vulnerables de la población.
Para dar «soluciones privadas a los problemas públicos» redujeron al Ejército a la mitad y no invirtieron en la Policía, lo cual generó el boom del gran negocio de la seguridad privada.
El punto es que el crimen organizado no puede implantarse y desarrollarse en un país sin cooptar su institucionalidad, porque su operación requiere protección política desde los más altos niveles.
En resumen: destrucción del tejido social, pandillas, crimen organizado y corrupción institucional.
Todo en el contexto de un Estado debilitado, incapaz de garantizar la seguridad y el bienestar de los ciudadanos mediante las políticas sociales preventivas y la presencia de su fuerza coercitiva en el territorio.
Esa ausencia del Estado generó un vacío de autoridad que fue llenado por los criminales, quienes fueron ganando influencia y control en los territorios abandonados.
Al llegar al poder, el FMLN no cambió en nada sustantivo ese modelo neoliberal, fue tan ineficiente y corrupto como ARENA y, en consecuencia, algunos de los problemas más graves del país se profundizaron. Así pasamos del estancamiento al retroceso. Eso fue lo que ellos nos dejaron.