Estos apuntes los escribo para quienes aman la literatura. Sí, es un acto de amor. Pero puntualizo en los que piensan escribir narrativa. Primer paso: leer y leer literatura. Segundo paso, asistir a talleres; si no existiesen, tratar de ser su propio maestro. Tercero, sentarse frente al procesador de palabras. Es mi caso, aunque cada escritor es un mundo, me dediqué a pensar en la novela después de ganar el Premio Centroamericano de Poesía Rubén Darío (1967). Ambos géneros son distintos en su concepción. En otro trabajo me referiré a la poesía.
La novela requiere riqueza imaginativa que se registra en las neuronas al captar la realidad que se transformará en literaria. La lectura de otras novelas nos permite conocer la personalidad sicológica de los personajes que es difícil ser percibida solo por los cinco sentidos. Recurrimos entonces a un sexto, o un séptimo. Posible si nos internamos a un mar de obras leídas para la pesca mágica que permitirá parir los personajes. Luego vendrá la fidelidad y amor al oficio. Implica disciplina y desvelos, 24/7. (A nuestra generación literaria le tocó desde los veinte años convivir una democracia en llamas, la historia salvadoreña así lo registra. Pero la vida enseña).
«El Principito» se le ocurrió a Saint-Exupéry tras la caída de su avión en el desierto. Lo demás es producto de relaciones asumidas como experiencias. También una flor impulsó a José Martí escribir ese poema inolvidable de «Cultivo una Rosa Blanca». La carta relación de Pedro de Alvarado, escrita en 1524 desde Acaxual (Acajutla) y Tacuscalco, informaba la primera masacre de guerreros pipiles, me impulsó a escribir mi primera novela. Nació «El Valle de las Hamacas» (Sudamericana de Argentina, 1970), Premio Centroamericano de Novela publicada en la editorial más connotada de la época en lengua española.
Quizás la poesía contribuyó a darme las bases, porque esa carta de Alvarado era imposible imaginarla como poema; sin embargo, me bullía la idea de rescatar una historia desconocida, oculta, olvidada, valía la pena imaginarla.
Luego escribí «Caperucita en la Zona Roja» («Little Red Riding Hood in the red Light District»), Premio Latinoamericano de Novela. De pronto había descubierto la brujería de la novela apoyando mi propio taller en tres escritores: Julio Cortázar («Rayuela»), John Dos Pasos («Manhathan Transfer»), J. D. Salinger («El cazador en el Centeno»).
Y en otro momento, el testimonio de una campesina me llevó a escribir «Un Día en la vida».
Como nunca tuve un taller, fundé uno personal con novelistas universales que me habían impactado, para captar las técnicas. Lo demás lo pone el escritor con sus aplicaciones («apps») cerebrales. Regla universal: Nunca se deja de aprender, y escribí «El Sexto Muro», honrada por la Guggenheim Foundation de Nueva York (2007).
Nada de plan. Es mi caso. El plan me pone barrotes. Prisionero es difícil escribir. Es cosa de emplear la «apps» programadas en la vida. Y un cuidadoso trabajo de corregir y corregir. Alguien dijo que la novela no deja nunca de corregirse, hasta que el editor se la arrebata. Quizás Juan Rulfo no tuvo quien se las quitara y produjo solamente dos obras inmensas: «Pedro Páramo» y «El Llano en Llamas». Nuestro paraíso democrático nunca arrebató, al contrario, prohibió, censuró, hirió. Ahora en condiciones más propicias lee, escribe y corrige. La oportunidad llegará.
También escribí otra novela de tema campesino: «Cuzcatlán donde bate la Mar del Sur» («Cuzcatlan: where the Southern Sea Beats»). Después, asimilé a los niños de Salarrué (la joya «Cuentos de Cipotes»), y surgió «Milagro de la Paz» («A Place Called Milagro»). Y «Siglo de O(g)ro» («One Upon a Time ¡Bomb!») que, para escribirla, me ayudó el hecho que recorrí las calles de San Miguel desde los siete años. No había quien me llevara al kínder. Las calles de San Miguel que debía recorrer me las mostró mi madre.
Por ella me enamoré de números y poesía desde la Parvularia. Comencé desde sexto grado dando clases a niñas pobres del barrio. Me certifiqué a los veinte años como profesor de Matemática. Luego, tuve la disciplina de terminar mis estudios de doctorado en Derecho. Y la desilusión para abandonarlos.
«Fuiste un niño libre desde los siete años», me decía mi madre, quizás para consolarse de dejarme ir solitario al kínder. Ella me quería abogado, como lo fue mi padre.
Nota. Recuerdo a Ricardo Humano junto a Roque Dalton. Este último tenía cinco días de haber regresado al país (1964), después de vivir en el exilio casi cuatro años. Departían cervezas frente al edificio antiguo de la Lotería Nacional, avenida monseñor Romero. Roque le mostraba a Humano los originales de «Los Poetas». De pronto llegaron los secuestradores. ¡¡Nuestra democracia!! Solo querían al poeta. Y Ricardo Humano se quedó con la novela. En una época sin fotocopias era el único original de lo que sería la novela testimonial que sería «Pobrecito Poeta que era yo…». Años después, Humano hizo otro rescate: los documentos patrimoniales de Salarrué.
Descansa en paz estimado Ricardo Aguilar Humano.