En mi último libro publicado expreso en el apartado sobre poesía filosófica lo siguiente: «¿Quién escupirá el semen indisoluble de la tormenta? Ridiculizando la mediocridad con la verdad como centinela». Esta apología de carácter filosófico y literario de la realidad intrínseca, que grita sufridamente por la mediocridad exterior, no es más que una reyerta del espíritu por destituir esa dirección de la mediocridad, del odio, la apatía, la soberbia, prepotencia y violencia que anida en el diario vivir del salvadoreño.
Se suele decir que somos más los buenos para luchar contra los malos, pero a ciencia cierta, ¿qué se comprende por bueno? Cuando vemos una sociedad tan violenta y no por gente denominada sociológica y criminológicamente violenta, sino por un pueblo que a diario conduce sin respetar el derecho del otro, las leyes de tránsito, la vida e integridad del otro, circunstancias en las que si se puede aprovechar se hace, se quita espacios, se mira en la calle como retando a la pelea, las madres en las escuelas y colegios siendo prepotentes contra los profesores, la gente de dinero viendo de menos al pobre y maltratándolo en los trabajos, gente tirando basura en la calle, entre otras cosas, la pregunta es quiénes son los violentos en realidad.
Y es que es tan fácil dilucidar la problemática social como violencia criminal como el gran mal de una sociedad que comprender las causas y raíces del desorden social real, es decir, la base violenta con la que vive el salvadoreño en general. De nadie es desconocido el grado de prepotencia e individualismo con el que cada vez más vive el salvadoreño, que se arraiga fingidamente a refranes del pasado, como que el salvadoreño es amable, sonriente, presto a servir, ayudar, cuando esa es una realidad de antaño y hace mucho dejó de ser.
El maestro Walter Riso, en su libro «Filosofía para la vida cotidiana», expresa al respecto del tema tratado lo siguiente: «Si estamos motivados exclusivamente en las motivaciones externas y olvidamos las internas, nuestro verdadero ser siempre estará a la sombra del ego». Es decir, el trabajo interior, que es el más necesario e importante para cualquier ser que quiere crecer en todos los aspectos de su vida, es el último en trabajarse, es más fácil opinar y ocuparse a la base de la existencia del otro, pues eso sí me es cómodo criticarlo.
Por tanto, solo quien es capaz de comprender que cada acción, por pequeña que sea y haga, repercute en el universo de su comunidad ha logrado aprehender y aprender que todo su movimiento intelectual, espiritual y laboral debe estar encaminado a la sana convivencia social. A fin de cuentas, existimos dentro del mismo cosmos y si no somos idóneos de cuidar ese cosmos estamos a nosotros mismos destruyéndonos y eliminando toda posibilidad de crear una sociedad verdaderamente feliz y dispuesta a cuidar de los suyos.
De uno depende que el otro observe nuestra conducta y ejemplo, no se puede ni debe esperar el cambio en el otro, pues lo mismo está esperando el otro de uno; de ahí que debe crearse una conciencia colectiva con base en la identidad nacional de amor por esta patria.
Por eso, nunca he comprendido a la gente cantando a todo pulmón el himno nacional y a los segundos golpeándose física, verbal o mentalmente. Un país no avanza aunque crezca y se desarrolle económica y estructuralmente, pues es la cultura, la educación, los valores y su práctica lo que realmente permiten la elevación del espíritu de todo ser y nación.
De tal suerte, querido lector, que tal como expresó Francisco el pobre de Asís: «Mientras estás proclamando la paz con tus labios, ten cuidado de albergarla también en tu corazón». No hay mayor hipocresía contra la vida y la verdad que estar feliz por la captura contra los delincuentes (cosa importante que agradecemos al Gobierno) si con las acciones diarias de los buenos «salvadoreños comunes» no somos capaces de mostrar menos violencia y más amor y comprensión para la propia raza dentro del mismo cosmos. ¡Animémonos a cambiar! Aún estamos a tiempo.