Ciertamente precio posee toda cosa que puede ser comprada e intercambiada, que su esencia no tiene dignidad ni trascendencia; solo está creada para el intercambio y la satisfacción de necesidades o deseos del ser humano. Pero tú y yo tenemos en sí y por sí un valor intrínseco que no posee precio, que no puede intercambiarse ni renunciar a ello.
Tanto como persona determinada por ley se poseen derechos humanos, nacida de la dignidad humana, como entes valemos por nuestro valor que no es de intercambio, como ya se expresó con antelación; sino, ante todo, es un valor trascendente que nace de la propia salvación de Cristo y del amor incondicional del Padre Celestial.
Así pues, es de menester comprender que la grandeza del ser humano radica precisamente en que no es un bien intercambiable ni apreciable en cuanto valor comercial, sino que su valía se encuentra en su alma, en su espíritu, en su cuerpo, que es ante todo una bendición de divinidad y que se gloría de servir y crear para bien de su propia especie.
Ahora bien, no hay que confundir el valor con la valía, ni el valor con la trascendencia. Todo bien puede valer por su valía comercial, pero no todo bien puede valer por su valía trascendente. Esa trascendencia radica en que el ser humano en conjunto con todos los seres vivos son misterio de la divinidad y por tales protegidos de esa misma naturaleza atemporal.
Por tanto, no sea de más seguir despreciando la valía de cada ser, no hay precio para un niño, una niña, un adulto, un anciano, un feto en el vientre de la madre, no hay precio, pues su valía es trascendente y su categoría divina le dan el influjo de la grandeza, de la verdad y, por tal, del amor hecho carne y palabra en su esencia perfectamente imperfecta.
De tal manera que siguiendo lo dicho en 1.ª de Corintios 6:20 por el apóstol Saulo de Tarso o Pablo, como es conocido: «Comprados fuisteis por precio; no os hagáis esclavos de los hombres. Conforme a mi anhelo y esperanza de que en nada seré avergonzado, sino que, con toda confianza, aún ahora, como siempre, Cristo será exaltado en mi cuerpo, ya sea por vida o por muerte». No se puede comprender el precio en este caso como valor mercantil, sino valor trascendente de amor por el sacrificio de Cristo para expiación, perdón y justificación del ser humano.
Pero bien, no se puede aceptar tal verdad, sino se es entendido primero en la grandeza de la dignidad; esa esencia divina que posee la humanidad en cada persona, en cada sonrisa de un niño, en cada mirada sabia de un anciano, en cada caricia de la madre y en cada enseñanza del padre; tal como expresaba el maestro Jacinto Benavente: «En cada niño nace la humanidad».
De tal manera que, para comprender la belleza del ser humano y su no valor comercial, nada puede resumir tan exquisitamente esta postura como lo dicho por el maestro John Donne: «La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque yo formo parte de la humanidad; por tanto, nunca mandes a nadie a preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti».
Por ti y por mí, una sola especie nacida del amor y llevada hacia el amor en la hora última. Así que cuando encuentres en tu camino el desprecio, la indignidad y el duro golpe de la insolencia o la marginalidad, recuerda que tu valía radica en tu divinidad, en el precio de sangre que por ti han pagado y que ante todo y sobre todo eres la cosa más bella que jamás nacerá.