Cuando tenía apenas seis años de edad, Edgardo Quijano conoció Güija. Recuerda el lugar como peligroso, lleno de árboles gigantescos y sobre las piedras talladas enormes mudas de serpientes. Cuando era estudiante de artes, se propuso indagar sobre el arte ancestral y rupestre. Nada mejor que empezar con los petroglifos de Metapán, en Santa Ana (el departamento donde creció). Desde el principio de su vida, la Serpiente Emplumada, el dios bueno, Quetzalcóatl, siempre ha estado con Quijano y su existir actual sigue marcado por todo ese mundo indígena que tanto respeta, adora y promueve.
¿Cuándo comienza la relación con Güija?
Cuando yo tenía seis años, porque en mi infancia, en Santa Ana, vivíamos cerca de la terminal del ferrocarril y occidente tiene una idiosincrasia que le encanta viajar el fin de semana. Entonces, era frecuente ir a Chalchuapa, ir a Coatepeque y para ese tiempo se escuchaba conocer lagos. Mi mamá era maestra de cultura popular. Ella me formó con la literatura que daban desde el Ministerio de Instrucción Pública, desde los años cincuenta. Ella me enseñó a leer y a escribir en los libros que ella recibía y esos libros eran «Cuentos de barro», la obra de Salarrué; «Girasol», de Claudia Lars, y de Juan Ramón Uriarte, recuerdo.
¿Y cómo fue ese primer viaje a Güija?
Todos viajábamos en tren. Ella me había llevado ya al Tazumal, cuando yo tenía cuatro años y tengo recuerdos perfectos. A los seis años ya estaba en Güija. Mi mamá quería formarme desde pequeño con todo eso, pero yo jamás pensé, ni me imaginé, estos momentos y estas circunstancias porque hasta 1970 descubrí esa palabra mágica llamada arte que es la que abre los umbrales y la conciencia y la responsabilidad de la estética.
Volvamos a Güija…
Llegamos en ferrocarril, observé el lago. Se había escuchado que en años anteriores se había descubierto nuevas piedras debido a la represa de Guajoyo, que se había fundado para evitar las inundaciones que alcanzaban hasta Metapán. Entonces, con Guajoyo, que se hizo con todo el apoyo logístico y científico, quedaron al descubierto unas piedras más que seguían asombrando. Estamos hablando de los años 57-58, pero ya en 1944 un estadounidense había andado allí y había dicho que había piedras labradas. El lago de Güija limita con Honduras y Guatemala, no solo geográficamente, sino también culturalmente. Entonces, en Honduras tenemos a Copán, en Guatemala tenemos a Quiriguá, que no son pocas cosas, uno es el centro astronómico y, el otro, el centro de la escritura. Güija, obviamente, se convirtió en el cenote sagrado de Chichén Itzá, el lugar de peregrinación, el lugar de la ilustración, el lugar del nacimiento de la Mesoamérica ancestral, por eso Francisco Gavidia, en su literatura, habla del regreso del héroe, que se refiere a Quetzalcóatl, quien en la mitología mesoamericana es el eje de las culturas. Entonces, del arqueocentrismo, México dice que es el ombligo de eso, nosotros decimos que somos el ombligo de Mesoamérica, Perú dice que también tiene su ombligo, es decir, el arqueocentrismo forma parte de una especie de ego de las culturas.
¿Cómo se llega a la idea del cenote sagrado?
Es que llega a México el héroe civilizador, que hizo todas las culturas de México y que después de las batallas y todo lo que narra fray Bernardino Sahagún, la caída del imperio de Quetzalcóatl. Él regresa y promete resucitar, y regresa a su tierra natal que es el lago de Güija, según Francisco Gavidia. Entonces, por eso Moctezuma creyó que era el regreso de Quetzalcóatl y veía en los navíos montañas flotantes, pero todo eso es mitología, que la mitología y la historia son como nuestro cuerpo y nuestro espíritu, no podemos desligar ambos.
¿Y cómo se llega la concreción de que Quetzalcóatl vuelve al cenote sagrado?
Bueno, decir que es el cenote sagrado es una expresión mía, como decir que Güija es un códice lítico; pero, los antecedentes comienzan desde el Popol-Vuh, especialmente, con Brasseur de Bourburg, el abate, y muchos otros antecedentes que sugerían que por acá era que había venido el viejo Quetzalcóatl y que lo narra el Popol-Vuh: lo recibieron con música de carapachos de tortugas, con sonajas, con flores, al héroe anciano que regresaba a morir. Todo eso está en la mitología y en datos como los de Bourburg. El Popol-Vuh también lo dice porque es una referencia como de 1800.
¿Todo esto está en su libro, es lo que sustenta su obra?
Todo, todo lo que estamos hablando está y la secuencia cronológica desde el primer informe de Güija que fue cuando Felipe II, que era el rey de España, envía a sus emisarios a investigar y documentar cómo estaban sus nuevas tierras.
¿De qué año estamos hablando?
1576.
¿Desde entonces hay una referencia a Güija?
Sí, está en esas crónicas que el rector Víctor Jerez logró. La escritura del castellano es bien complicada, ellos hablan de Güijar y el rector Jerez aclara que se trata del lago de Güija. Él era el encargado del oidor Palacios. Todo eso está.
Ahora bien, el libro sale en 1992. ¿Cuántos años le llevó hacer toda la investigación?
Como te dije, yo conocí el lugar cuando era un niño de seis años. Para mí, son como las piedras sagradas de la infancia, te van estigmatizando, te van grabando, pero tenés que encontrar en momentos de tu juventud la llave mágica, las palabras mágicas para el umbral de lo que vas a hacer. Entonces, esto comenzó en mí en los años setenta, cuando empecé a estudiar arte. Dije yo: “¿Hoy sí tengo que saber qué fue?, ¿quién me marcó?” Y volvieron las cicatrices a abrirse.
¿Hubo una especie de revelación?
Es por el arte. Yo no sabía de arte, yo no sabía que existían culturas antiguas, yo no sabía nada de la humanidad.
¿Dónde estudiaba?
Yo vivía en Santa Ana, que era como La Toledo, de El Greco. Era bien inquisidor el ambiente, y yo solo pasaba en catedral, en el Externado San José, en Santa Lucía. Santa Ana era bien conservadora. Acordate que era parte de Guatemala, por eso es que he viajado a Guatemala, a Antigua la conozco hace mucho y he conocido los lugares donde ha existido el Popol-Vuh, el Rabinat, Chichicastenango. He viajado por muchos tiempos estudiando la cultura maya.
¿Y cómo empieza lo de Güija?
Empiezo a observar en mis estudios que yo sabía ya, desde Mesopotamia, la historia de la humanidad, pero no sabía de mi país y sabía del hombre rupestre Cromañón, Neanderthal, Sapiens, sabía toda la historia de la humanidad. Yo era un estudioso de la estética, por la tanto, me propuse iniciar el recorrido que siguió la humanidad en mi país, es decir, empezar con el arte ancestral. Precisamente lo comencé en el año 70. Egresé en el 72 y continué viajando, no solamente a Güija. Había que documentarse qué era lo que existía, la biblioteca de la universidad nacional, la biblioteca de la escuela de artes, la biblioteca del museo, me orientaron, porque uno tiene que ser asiduo a la lectura y a las bibliotecas, y fui registrando todo: Gavidia, Barberena, Lardé, que han gastado tinta, tiempo, páginas y vida, como lo pudieron haber gastado Fuentes de Guzmán, Jerez, Bourburg o Sahagún. Entonces, todas esas referencias te ayudan para construir el imaginario fantástico de nuestra estética ancestral.
¿Y cómo fue reproducir los petrograbados?
Los primeros dibujos eran difíciles porque las piedras no te ayudan. Por más fotografías, “slides”, calcos, que hice con ayuda de estudiosos japones y de estadounidenses. Estudié Braille para sentir las rocas. Cuando era niño, la isla era oscura, todos los árboles eran grandísimos, no llegaba el sol a las piedras y hasta estaban cubiertas de un musgo y unas grandes mudadas de serpientes, por eso era peligroso. Aparte que te decían que salían los duendes y la Siguanaba, pero también Antonio de Fuentes y Guzmán, en las narraciones que hacía del lugar, decía que en ese paraje umbrío se veían “sátiros con grandes cornamentas”. Ya había referencias que había piedras labradas, piedras con dibujos, que en el lenguaje eran apariciones. Por eso un arqueólogo estadounidense en el año 44 dio referencia de que sí existían piedras grabadas, pero recuerda, también, que por el lado guatemalteco y por el lado de Honduras ya existían culturas que asistían a lagos a hacer ofrendas. Mitla es, por ejemplo, un lugar. Es más, Güija lo bañan los ríos que vienen de Guatemala, Langue, Ostúa, y hoy Güija es la reserva que alimenta el río Paz y nuestro Nilo, que es nuestro río Lempa.
¿Y cuándo empieza la ejecución del proyecto, como tal, de los petroglifos?
¡Es que nunca lo hubo! Puesí, es que a mí nunca me han dado un centavo por hacer eso.
¿Es un esfuerzo personal?
Siempre ha sido así. Muchos se han muerto esperando financiamiento para sus proyectos. Yo he tenido que dejar de comer y dejar de vestirme, dejé de andar con chicas y de andar bailando (ríe).
Entonces, ¿todo empieza al graduarse?
Sí, especialmente cuando empecé a trabajar en la Galería Nacional de Arte, porque el director de Cultura me nombró, y por mis amistades con Salarrué y los grandes artistas que eran vacas sagradas, que para mí fueron fantásticas personas que me ayudaron. Hablo de Toño Salazar, Raúl Elas Reyes, Valero Lecha, toda esa gente. Y todo se debió porque el director de Cultura era el visionario que transformó y publicó todo lo que tenía que hacerse. Lastimosamente, con los tambores de guerra todo se afectó, aun ellos murieron.

AÑOS DE CALCOS
Basado en técnicas japonesas, estadounidenses y francesas, Edgardo Quijano logró captar y preservar las talladuras ancestrales.
Explíqueme, ¿cómo fue esa vinculación con los japoneses, los estadounidenses? ¿En qué año empiezan los calcos? ¿Cuánto tiempo le llevó hacerlos?
Eso pudo suceder por los años setenta. Por ahí por el 73, 74, llegaron al Centro Nacional de Artes muchos jóvenes del Cuerpo de Paz de Japón. Japón envió mucho escultor y les interesaba mucho la piedra. Al centro de artes llegaban muchas misiones de otros países. Entonces, esa educación japonesa, esa educación española, esa educación americana y esa educación francesa fue la que yo recibí. Un joven llamado Takahisa Sugiura, que era alumno notable de la universidad de Aichi, que eran estudiosos de las rocas, apoyó mucho.
¿Con ellos formó equipo?
Sí, se formó la Comisión del Estudio de Petrograbados, financiada por la universidad de Aichi y con Akira Ichikawa que nos visitó, que era el rector, hicimos la exposición en la Galería Nacional. La primera exposición de Petrograbados de El Salvador.
¿Solo de Güija?
De todos los petrograbados que existían en el país. Entonces, con ellos viajábamos a todos esos lugares inhóspitos y ellos fueron los que me enriquecieron para seguir yo con mi trabajo específico.
¿Recuerda cómo fue ese proceso de los calcos? En primera instancia, generalmente, las personas pretenden abrir más agujeros para poder ver o manchan con yeso, adulteran. Entonces, con los japoneses se entendió que debíamos hacer calcos con papel de arroz, impresión a base de las tintas y había uno que fabricaba almohadillas. Venía el papel de arroz de Japón, que es bien flexible y que se acomoda a la superficie de la roca y, con mucho cuidado, uno va con esponjitas calcando la impresión, como cuando tú calcas con grafiti una moneda sobre papel. Por la parte estadounidense aprendí, también, que los calcos podían hacerse sobre tela y sobre pinturas más de punta; pero también tuve que estudiar con algunos franceses la técnica del “frottage” que, por supuesto, son técnicas para la lítica cuando no se tiene una claridad porque los ojos no alcanzan. La erosión es tan grosera que no permite que la fotografía, a veces, pueda registrar detalles. Con el Braille hacíamos como ciegos para palpar las texturas de las rocas. Entonces, es un proceso dificultoso, que solo lo puede resistir un estudioso del arte y un idealista, como siempre me han tildado los sistemas más férreos.