En estos cinco años hablar de sociología es hablar de política (aunque esa es una afirmación injusta para aquella), y hablar de política es hablar de Nayib como motivación social. Así de lapidario, sobre todo para sus detractores, quienes son los abanderados del negacionismo para que el pasado no pase. Marx, corrigiendo a Hegel en «El 18 brumario», afirmó que los grandes hechos y personajes aparecen dos veces en la historia: una vez como tragedia y la otra como comedia, y podríamos agregar una tercera: cuando los personajes, siendo singularidades, aparecen como hechos épicos porque encarnan la coyuntura y sus instituciones, prestándoles su rostro.
Así, la iglesia se disfrazó de monseñor Romero y ofició la misa popular que volvió tangible a Dios; los acuerdos de paz se maquillaron con la tragedia de la guerra civil para instaurar una guerra más social y cruenta de pobres contra pobres; y la política de la segunda década del siglo XXI se puso el rostro de Nayib para hacer visible su misión de tutelar el bien común.
Lo anterior no puede obviarlo la sociología, en tanto rigurosa comprensión de las condiciones sociales del momento que hacen viable la utopía de la democracia para la mayoría, de tal manera que todos puedan acceder a los asuntos públicos, detectar los problemas —los que ya lo son y los que van en camino de serlo—, y encauzar la acumulación de fuerzas que hacen posibles las luchas en busca de mejorar las condiciones de vida. Esto lleva a la sociología a grandes preguntas y a respuestas aún más grandes, ya que del locus de la política se extienden a lo económico, social, cultural y educativo, que son de oficio los locus reproductores de la desigualdad social.
Las respuestas son teóricas e ideológicas, pues se objetivan, o deberían hacerlo, en el Estado convertido en sujeto social, y en la cotidianidad expresando el tiempo de la democracia que, siendo intangible, se puede palpar en cada tiempo de comida. Por eso hablo desde la sociología de las presencias y ausencias, y de su epistemología de la nostalgia, cual invocación de lo que ha estado presente en el hecho sociológico: la utopía social, una utopía que anda en busca de autor, y que está hecha de acciones, no de palabras, la cual llamo «reinvencionismo».
Decir «reinvencionismo» es referirse a que existe, en las condiciones heredadas, el mundo sociocultural básico para construir otro país, usando para ello lo simbólico, lingüístico y cultural (radicados en el imaginario colectivo vestido de motivación social), y los factores estructurales que son capaces de hacer que «lo público sea mejor que lo privado», y de construir las fuerzas productivas que generen empleo bien pagado, que demanden elevar el nivel educativo para ser una ventaja competitiva. Así se pueden vincular las condiciones materiales (lo objetivo heredado) con el imaginario (lo subjetivo construyéndose), que se objetiva bajo la forma de la voluntad social por transformar el país en beneficio del pueblo, debido a que lo objetivo y subjetivo existen en la realidad social.
Precisamente, vincular lo objetivo con lo subjetivo es lo que ha garantizado que Nayib lidere la reinvención con el apoyo mayoritario del pueblo, pues, de no ser así, estaría impulsando transformaciones bajo protesta en lugar de trasformaciones bajo propuesta. He ahí la radical diferencia entre Nayib y Milei, o entre Nayib y Noboa, por ejemplo.
Esa vinculación es la premisa del análisis sociológico del liderazgo político, en tanto que la motivación popular (lo subjetivo) se objetiva en una rebelión electoral (lo objetivo) al tiempo que un líder de carne y huesos (lo objetivo) se objetiva en el imaginario y personifica la coyuntura, le presta su rostro y su voz, porque él es el autor y actor del proceso de construcción social y, en esa lógica, el Estado se subjetiva y la correlación de fuerzas se objetiva en hechos, símbolos y códigos, para delinear la relación entre cultura y poder, siendo su objeto la reinvención del país y su sujeto la ciudadanía en sus diversas identidades.