Con sorpresa e impotencia, el mundo contempla cómo sucede una nueva y dramática catástrofe humanitaria en la frontera entre Estados Unidos y México, que agrava las ya precarias condiciones de millares de migrantes que, año con año, se aventuran a un camino lleno de peligros.
En la última semana, más de 10,000 haitianos que llegaron a Estados Unidos a través de México se asentaron en el pequeño pueblo texano Del Río y ahora están siendo reasignados a campos de detención o directamente son enviados de regreso a su devastado país.
Haití sufre una crisis permanente, acrecentada por los desastres naturales y la inestabilidad política, que recientemente registró el magnicidio del presidente. Un increíble crimen ejecutado por un comando armado extranjero, formado por mercenarios estadounidenses y colombianos, que se hizo pasar como parte de un equipo antidrogas.
Jovenel Moïse, el presidente asesinado, sufrió el ataque en la casa presidencial, después de denunciar que «un grupo de oligarcas quiere apoderarse de Haití». Un macabro recordatorio de lo que son capaces de hacer los grupos más radicales en Latinoamérica que no están dispuestos a ceder el poder del que mafiosamente se han apoderado.
Lo crítico de la frontera es que el actual éxodo ha roto récords, incluso en México, un país que tradicionalmente ha visto el paso de personas en su ruta hacia Estados Unidos. Además de la inestabilidad política en Haití, el último terremoto presionó más a un país con instituciones democráticas débiles y muy empobrecido. A esto se suma la pandemia de COVID-19, en la que este país cuenta con menos aplicación de vacunas.
Muchos de los detenidos en Del Río son haitianos que llegaron a México procedentes de otros países, como Brasil y Chile; algunos de ellos migraron con sus hijos en brazos, que nacieron en esos países, a los que llegaron al huir de la inseguridad de su nación. Las autoridades mexicanas también se han visto desbordadas con millares de solicitudes de refugio. Pero es tal la cantidad, que las instituciones han colapsado, y ciudades como Tapachula están abarrotadas de emigrantes.
La respuesta del Gobierno de Estados Unidos fue clara. «No vengan, no vengan», reiteró la vicepresidenta, Kamala Harris, en Guatemala. El mensaje ha sido particularmente duro no solo para centroamericanos, sino para millares de haitianos que huyen de un lugar en el que no es posible vivir. El fin de semana lo demostraron: en menos de dos horas tres vuelos salieron de Texas para deportarlos precisamente al lugar del que huyeron.