En algún momento de 2000, Teófilo Reyes Chavarría supo de inmediato que algo raro sucedía. Se había topado con cierto objeto que no había visto ni en sueños. Tenía razón. Esa tarde de frutas y hambre, en la ribera del río Tomayate, en el paredón de la barranca de siete metros de alto, creyó haber acorralado al único garrobo que, según este albañil de cuarenta y tantos años y varios hijos, había logrado darle alcance. Pero había algo más: entre las raíces y bajo la sombra de un ojushte, la tierra húmeda dejaba ver apenas la blancura de una extraña piedra. No era cualquier cosa, en realidad tampoco era una piedra.
Ante su asombro, con calor y ya sin prisa, Teófilo se dispuso a rasguñar con el corvo la tierra alrededor del objeto hasta desenterrarlo. Lo que le había quitado el apetito era un poco más grande que la palma de su mano, y la suya no era una mano pequeña. Intentaba calcular su peso, le daba vuelta una y otra vez, miraba fijamente el objeto con la incertidumbre de quien no sabe si se ganó la lotería o una maldición, o nada.
«¿Y si solo es parte del árbol y no una piedra rara?», dudó mientras lo dejaba a la orilla del paredón a merced del verano. «De todas maneras, sea lo que sea, en pocos días se habrá destruido. A lo mejor es una raíz», dijo tal vez para sí mismo. Cuando se dio cuenta, aunque le sobraba el tiempo, las horas habían pasado volando y era momento de regresar a su casa de láminas, cercana al río, en el municipio de Apopa, 15 kilómetros al norte de la capital salvadoreña. Entonces creyó irse con las manos vacías. Iba repleto de preguntas en su cabeza y con alguna respuesta equivocada.
«Así que no es madera», sentenció Teófilo tres meses después. El objeto estaba intacto.
Esta vez no iba solo. Como a Teófilo le gustaba andar por el monte, siempre en los terrenos familiares y necesitado de ayuda para la cacería, vio con alegría que lo acompañara Óscar René, uno de sus hijos. «¿Qué más habrá?», preguntaron curiosos y agitados. Solo había una forma de averiguarlo. Escarbaron. Se habían tardado más en pensarlo que en tropezar con otra cosa. Esta vez era oscura, larga y puntiaguda.
Sonó el teléfono. Había pasado un año desde el incidente de Teófilo en el río. Daniel Aguilar, el entonces director del Museo de Historia Natural de El Salvador, lo que necesitaba eran buenas noticias en ese marzo de 2001, porque de malas estaba empedrado el museo desde octubre de 1998. Para empezar, el huracán Mitch, de categoría 5, había arrasado Centroamérica ese año.
Desde entonces, estaba cerrado el museo al público de forma indefinida por primera vez desde 1976, el año de su inauguración. Ni siquiera el terremoto del 86 había logrado cerrar esas puertas más de la cuenta. Y no era para menos, el 40 % del territorio salvadoreño había sufrido directamente los efectos devastadores del Mitch, incluida la sede del museo, una antigua y magnífica casa construida por Benjamín González en 1911, en la finca La Gloria, cuyo terreno había sido adquirido por el Estado salvadoreño en 1972 gracias a la donación de la firma japonesa Toyobo, en nombre del amor que Saburo Hirao le tuvo al país, expresidente de la compañía y quien había fallecido un tiempo antes.
Luego, como si el guionista fuera uno de películas de terror, Daniel no solo lidiaba con la restauración del museo por los daños del huracán, sino también con la condición de la sede, que había empeorado por los terremotos de principios de 2001. No uno, sino dos terremotos con un mes de diferencia: 13 de enero y 13 de febrero. Debido a ello, la institucionalidad cultural estatal estaba concentrada exclusivamente en el rescate del patrimonio cultural edificado, lo que estuviera fuera de ese esfuerzo no estaba entre las prioridades. La situación era tan dramática que, por ejemplo, a los sacerdotes encargados de los templos dañados en aquel momento les ofrecían construir nuevas iglesias en lugar de reparar las que estaban por caerse. Vivían una carrera contra el tiempo. El reto era preservar las edificaciones con valor patrimonial.
Para dimensionar la gravedad de los desastres, según la evaluación de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, solo el terremoto del 13 de enero había causado $1,200 millones en daños y pérdidas al país. Entre ambos, según la Cruz Roja española, hubo más de 1,000 fallecidos, 100,000 viviendas destruidas, otras 200,000 dañadas, 1,000 edificios públicos dañados, 1.5 millones de damnificados y 600 derrumbes.
Daniel contestó el teléfono con poca prisa. «¿Cómo? ¿Hay que ir a Apopa para constatar el hallazgo de algo que encontró un lugareño?», preguntó el director del museo con incredulidad y desgana. El recelo no era gratuito. Todo marzo, por todos los derrumbes y deslizamientos provocados por los sismos, la gente no había parado de llamar para avisar que veían restos de huesos en los paredones, tal vez fósiles. Hay que ir, no hay otra manera de constatar si el aviso es real. El problema fue que todas resultaron falsas alarmas, todas huesos de vacas o caballos, también la del aviso del caserío Barrancones, cantón Peñas Blancas, municipio de Pasaquina, departamento de La Unión, a más de 200 kilómetros de distancia y cuatro horas de camino desde la capital. Tan lejos está que basta con tirar una piedrita con poco ánimo para que caiga en suelo hondureño.
La llamada era del jefe de Daniel, quien le pedía con urgencia ir a Apopa en los próximos días. Le recomendó que armara un equipo para hacer la inspección. Había un nuevo aviso. Aunque él hubiera preferido seguir con la restauración del museo, había demasiado trabajo. Preparó la salida. De todas maneras, con alguna habilidad para sortear el tráfico de la carretera Troncal del Norte, Apopa no está a cuatro horas. La tierra estaba por soltar uno de sus secretos.