El Salvador es mi casa, solo mía, siempre ha sido mía, incluso en aquellos años oscuros cuando los apocalípticos jinetes de la muerte, corrupción e impunidad me la habían embargado con licencia de trámite. Esta es mi casa, es mía; 4,000 leguas de viaje sublempino recorridos en 80 días, mas no para darle la vuelta al mundo, sino para darle vuelta al mundo de lo absurdo. Esta es mi casa, es tuya; 20,000 kilómetros cuadrados de corazones quijotescos que, de memoria y con la memoria como esquinera sospechosa, recitan el poema de amor en todas los bares y burdeles y fronteras del planeta; 14 departamentos multifamiliares amueblados con sueños reinventados a imagen y semejanza del mimbre.
Esta es mi casa, es nuestra; en ella hilvano leyendas urbanas que hablan de hazañas indecibles que remontan el tiempo y su máquina. Esta es mi casa, mi casa; 200 años de soledad cebados por el fantasma del miedo que arrastraba sus cadenas en los pasillos de la infamia, lúgubres pasillos en los que —hoy que febrero es nuestro— estamos celebrando la santa misa de la resurrección del monseñor Romero de los pobres, quien —por joder a los que nos tenían bien jodidos— se negó a darles los santos óleos, a los monstruos del infierno en el que fuimos los peligrosos más peligrosos del mundo. Esta es mi casa, es nuestra; millones de personas que comen y ríen juntas, solo porque sí; millones de personas que, montadas en unicornios azules, recorrieron el país pregonando que la democracia restrictiva amamantada por el temor, las urnas excluyentes repletas de traiciones concluyentes y la desnacionalización deliberada de los compatriotas en el exterior, tuvieron su último voto.
Mi casa, miles de personas universalizadas que, frente al Palacio Nacional, quemaron las pesadillas de los ataúdes de segunda mano con facilidades de muerte; millones de personas que, como testigos irrefutables, firmaron el acta de la autopsia judicial en la que consta que los tristemente famosos «panes del chino» no son aptos para el consumo humano por la deficiencia grave de vitamina B1 en el aderezo principal.
Esta es mi casa; es de todas las víctimas, directas e indirectas, del saqueo de lo público en la Era de la Gran Delincuencia. Frente a ella pasa, a las 5 de la tarde en punto, la vendedora de empanadas —¡¡de frijol y de leche, va a querer, mi amooor!!— anunciando que el viejo campanario del nuevo país tiene las puertas abiertas, de par en par; frente a ella pasan los perros sin nombre, ni vacuna contra el moquillo de la corrupción, alegando que los políticos con cara de vendedores de autos usados les hacen una competencia desleal; frente a mi casa pasan las hienas histriónicas denunciando la suplantación de identidad de la que fueron víctimas por parte de quienes quieren que el pasado vuelva a pasar.
Esta es mi casa, es tuya, es nuestra, es de todos; 20,000 kilómetros cuadrados de sentimientos con las venas abiertas; 14 departamentos multifamiliares que en un abrir y cerrar de piernas fueron convertidos en bodega de mercancías sin número de inventario… Sí, esta es mi casa, siempre ha sido mía… y tuya; millones de casas que ansían conocer la matemática de El Principito antes de que sea demasiado tarde. Esta es mi casa, solo mía, siempre y cuando sea nuestra; ciudades violentadas que recobraron la conciencia antes de que el centro de votación cantara tres veces. Esta es mi casa, y para mí es la casa más chula y grande y olorosa; no necesito hacer un concurso que lo pruebe, me basta ver que su centro histórico es centro de la historia de las víctimas; me basta ver cómo la nostalgia se abre paso entre las mesas de la Bella Nápoles que murió a manos del último extorsionista.
Esta es mi casa, es nuestra; y el universo entero cabe entre sus paredes, que el pueblo pintó de celeste para hacerle competencia al cielo.