«Para cambiar el sistema se necesita ruptura, y la primera ruptura es en el pensamiento»: Schafik Hándal padre
La relación entre corrupción y política ha sido históricamente en este país más profunda de lo que quisiéramos, y no hay que perder de vista que la corrupción no solo es una acción más o menos consagrada como delictiva, sino también un importante medio de influencia política con manifiestas ventajas respecto de la pura persuasión, por un lado, y la coerción, por el otro. Pero hay que decir que, en lo individual, la moralidad significa ser honrado, probo, de recto proceder, de integridad intachable, virtuoso, leal a los principios, a la ética, a la justicia. La moralidad es muy amplia y cubre todos los ámbitos de la vida humana, en lo económico, lo social y lo político. Todos estos actos son inmorales independientemente del área; sin embargo, la palabra inmoralidad cabe mejor cuando se usa en la dimensión personal y social, y corrupción cuando sucede en el plano político.
Pero sin dudas hay que aceptar que la inmoralidad social y la corrupción política han estado siempre íntimamente interconectadas, ambas son dos caras de una misma moneda, se alimentan entre sí. En un país donde la corrupción política se toleró abiertamente podemos estar seguros de que sus pobladores estaban también faltos de moralidad o vivián desconectados en extremo de la actividad política, lo que deviene más o menos en el mismo resultado. Al aceptar la corrupción política como un modo de vida, la gente también aceptó la deplorable realidad de que la única forma de acceder a un modo de vida decente era haciendo trampas de toda clase. Se adoptó así un patrón de comportamiento de hacer riquezas en el corto plazo, y, de cualquier manera, aunque sea violando la ley. La gente empezó a ver exclusivamente a través del lente de sus intereses particulares, sin importar lo que le sucedía a los demás, perdiéndose así la dote de la solidaridad y su capacidad de protesta frente a los abusadores del poder.
La gente llegó a despreciar el lenguaje político sensato que pide moralidad de aquellas fuerzas políticas equilibradas y pensantes, y que también pide solidaridad hacia los problemas de otros y así se tornaron fácil presa de quienes controlaban los instrumentos de poder. De esta manera, al aceptar —o verse forzados a aceptar— la corrupción, aceptaron también la ilegalidad y la injusticia. Estos son algunos de los efectos perniciosos que la clase política corrupta y torcida de nuestro país produjo en la población en las pasadas administraciones, incluyendo la de los «revolucionarios» —yo les llamo de cartulina— que estaban llamados a ser «el cambio» y «la vanguardia», y le hicieron creer al pueblo que esa era la manera normal de funcionar en la sociedad.
Para desgracia nuestra, la clase política que nos gobernó, nos legisló y nos «ajustició» durante casi toda nuestra existencia republicana, pero particularmente los últimos 30 años, se volvió mayoritariamente corrupta y deshonesta hasta la decadencia, nauseabunda y mórbida. Corrompida hasta el tuétano, donde casi todas las instituciones de gobierno y sus decisiones, todas las leyes que se aprobaban y hasta las sentencias judiciales que se emitían bailaban al son de la política del dinero y, últimamente, del «dólar». Torcieron todo el sistema y lo corrompieron hasta más no poder, y en la posguerra sustituyeron los partidos políticos al antiguo militar, como empleados y operadores del sistema, llamados a preservar el «statu quo» para que nada cambiase y se mantuviera inamovible el sistema de privilegio de los intereses de los grupos oligárquicos de poder, esto es, para que la tercera república mantuviera vigencia y así su orden político, jurídico, económico y social.
¿Cómo sorprenderse entonces frente a nuestra realidad de descomposición, violencia y fraude social? Si ello no es más que el resultado de un problema estructural, cultural, endémico, de nuestra sociedad, de la gran corrupción política heredada desde las esferas que ejercieron el poder todos estos años, esos a los que hoy les llamamos con toda propiedad «los mismos de siempre».
La gran interrogante es si podemos tolerar la estructura de esta vieja y moribunda tercera república, si no deberíamos crear un nuevo Estado, un nuevo país, una nueva democracia y un nuevo orden político estructural; si acaso no necesitamos una nueva constitución y una nueva república.