Siendo el ser humano la creación más evolucionada del planeta es inconcebible que no se haga respetar por lo que es, por lo que puede y por lo que vale. De tal suerte que cada persona vale en sí su propio peso espiritual e intelectual, logrando desde su propia especie una inconfundible creación exterior de aquello que representa.
Ya lo expresó el filósofo Karl Marx: «El obrero tiene más necesidad de respeto que de pan», respeto que se funde con la dignidad. La mayor elevación de realización que puede poseer el individuo es el respeto, respeto a sí mismo, de otros y de él a los demás. Ahí nace en el ser la grandeza de su propia esencia.
Por ende, comprender que el ser es en atributo el templo de la divinidad hecha molécula, es aceptar la posición de respetar, ante todo y, sobre todo, lo que se es. En esa esquina de dignidad, donde se funde la fruta y el pan de la existencia, ahí mismo, es el altar concebido a la humanidad; esa humanidad que ante todo es y será vida y esperanza.
Por tanto, es sagrado darse a respetar, es sagrado respetar a otro, es sagrado fundirse en la libertad, la emancipación de aceptarse como tal y de infundir en los otros el respeto a su autoridad. Autoridad que nace no de mandar ni golpear, sino, ante todo, de ejercer en su propia existencia la responsabilidad de crear y amar.
Es así como se ha de ofrecer amor y se ha de exigir respeto, al salir el sol y al ocultar su claror. Solo en ese vaivén de la existencia se funde en armonía la verdadera quintaesencia de la vida; ¡respeto, respeto, respeto! por la vida y por aquello que merece un bramido directo al eterno fulgor. Respeto que no crece sin la fuerza del ejemplo y el ardor.
Empero, tal como expresaba el maestro Henri-Frédéric Amiel: «Tu cuerpo es templo de la naturaleza y del espíritu divino. Consérvalo sano, respétalo, estúdialo, concédele sus derechos». Derechos y deberes, pero ante todo hacer respetar el derecho de vivir y de ser quien se quiere ser y como se quiere ser, siempre y cuando ese respeto no manche el de los demás.
Sin más, ha de ser valioso como principio de vida el respeto a lo que se es, sin importar quien se sea, pues no hay privilegio más loable que ser auténtico y mantener esa postura a costa incluso de la vida. Pero es necesario comprenderlo, solo el respeto de sí mismo hace nacer el respeto de los otros.
Pues, aunque haya diferencias de pensar y sentir, el que se sabe respetar se da a respetar con el ejemplo y siempre habrá quien demande ese respeto en cada acto que se realice. El evangelio de Lucas en el capítulo 6, versículo 31 expresa: «Y así como queréis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos».
Es ahí donde radica el verdadero valor del respeto, tratar al otro con amor y tratarse a sí mismo con candor; celebración de verdad y respeto por la vida y el amor. Nuestros antepasados pueblos originarios solían decir «in lakech hala ken», «yo soy otro tú, tú eres otro yo». Que ese lema vuelva a la vida en esta generación y las venideras, respetando y haciéndonos respetar para que florezca sin medida el árbol de la subsistencia y del crecimiento social.