A pocos días de cerrar el pandémico 2020, El Salvador y el Mundo caminan hacia la nueva normalidad, hacia mi normalidad habitual, el mundo estigmatizado que he deambulado con tristeza y ocasionalmente con furia, sin más defensa que una mascarilla para ocultar mis penas y rastros del cáncer.
Colocarme un esparadrapo y usar mascarilla a diario fue un suplicio después de mí última operación en 2012 y no por la incomodidad que generan y las dificultades para administrar el aire, sino por las miradas inquisidoras y quizá condenatorias de las que lograba percatarme.
Hoy, aunque quizá les suene egoísta, y aclaro que yo he sufrido y he perdido amigos por la pandemia, la COVID-19 me ha hecho liviana una carga. Me ha quitado la exclusividad del uso de mascarillas y aunque no sé con claridad si yo volví a la normalidad o la enfermedad trajo a la población hacia mi normalidad, me siento menos cohibido.
Hoy me veo reflejado en la calle, me veo en cada hombre con gorra, gafas y mascarilla, y más liviano de no ser solo yo el blanco de las miradas por el simple hecho de utilizar mascarillas.
La estigmatización sin embargo debo ser claro que me ha perseguido desde la niñez, desde el mismo instante que descubrí que algo no andaba bien en mi mejilla derecha, esa que empecé a perder desde 1998 y que he extrañado desde aquel 13 de septiembre de 2012, que acabó totalmente en un frio quirófano.
Aún recorren escalofríos por mi cuerpo cuando recuerdo las horas previas a ese viaje cargado de interrogantes y de augurios poco alentadores. Tres días de coma me pronosticaban los médicos del Seguro Social, tras la extirpación del tumor, pero ante una inusual respuesta positiva de mi cuerpo, quiso Dios, que volviera en mí, pocas horas después de la extracción.
Despertar ataviado de tubos, sondas, agujas encajada en el cuerpo y rodeado de máquinas y computadoras que controlan los signos vitales, no es nada grato y fácil de ignorar, máxime sí se ha perdido todo el vigor para tener libertad de movimiento.
Pero eso era lo de menos. Lo que vendría a continuación sería vertiginoso. Con la mano palparía que el ojo, nariz y la mitad de mi boca ya no estaban, mientras la cabeza me amartillaba la idea que mi rostro, o el que había sido mi rostro ya no era igual.
Hasta el último minuto antes de caer inconsciente albergué la esperanza de poder salvar, aunque sea mi ojo. De hecho, los días previos moví cielo y tierra visitando oftalmólogos que me dieran una luz y esquivar mi suerte de un resultado anunciado.
Al saberme mutilado, mi dolor más que corporal era el anímico, y mi único consuelo ante el hecho, era estar vivo, y que aún contaba con el amor de Rubidia, mi hijo Dennis, para entonces de 11 años y de mi niña Nicole de tres.
Para los primeros meses y quizá el primer año guardé luto y eché de menos mi ojo al grado de convertirse en mi principal lamento. No me era fácil, tropezaba en las aceras y perdía pisada cuando me baja de los buses. No alcanzaba a dimensionar la altura desde la última grada del bus al suelo, pero me dolía más que por mis defectos físicos no me pusieran trabas para renovar mi licencia de conducir.
La semilla de este cáncer, que me llevó a las situaciones que hoy describo, germinó hace unos 35 años, y llegó a través de una protuberancia en mi pómulo derecho. Yo tenía 13 años, y el diagnóstico de un médico de apellido Parker, en el hospital San Rafael de Santa Tecla, advertía la existencia de un quiste sebáceo. Nada peligroso aparentemente. La confianza en la atención médica recibida fue suficiente para momento.
Nosotros ignorantes y viviendo en condiciones paupérrimas en calidad de refugiados, no estábamos en condiciones de exigir un análisis más exhaustivo como biopsias y obtener opiniones de médicos expertos en afecciones cutáneas.
En esa época el tratamiento clínico que me dieron consistió en el par de inyecciones, que mi madre con sacrificios compró, y que en teoría servirían para deshacer la bolita, que, aunque no era notoria se podía palpar.
Las inyecciones primeras que recuerdo haberme puesto, no me vacunaron y tampoco necesité vacunas de infante, tuvieron efecto temporal: se me hundió la mejilla, y con ello los cipotes qué me conocían encontraron un motivo para molestarme con apodos relacionados a mi desgracia facial.
Con los años he creído que las personas disfrutan del mal ajeno, pero tal vez en el fondo no sea así, tal vez, solo sea un acto de ignorancia, y no una semilla del mal en la humanidad. Yo creo que todos somos hijos de Dios, y creo que Él no nos ha creado como seres perversos.
Hasta hoy, aunque me he sentido dolido y molesto, he aprendido a tolerar insultos y burlas en la calle, de personas que no conocen y no entienden por qué me cubro con la gorra, las gafas y el vendaje.
Durante mi trabajo como periodista, los hinchas de equipos del fútbol de nuestro país, me han abucheado en el estadio. Me han gritado desde lejos que ando cubierto, porque mi mujer me golpea, y continúa una serie de improperios que no valen más que ha oído sordo.
Con los niños es distinto, su curiosa inocencia atrae su mirada hacia mi cara. Primero me observan detenidamente y luego se esconden tras el adulto que le acompaña. Es anormal para ellos mirar a alguien como yo.
Desde 1998 entrado incontables veces al hospital, donde mi permanencia ha sido de meses, sin embargo, allí he sentido paz. Allí la gente no me ha observado como un fenómeno, ni se ha burlado de mi rostro. Entre enfermos como yo me he sentido normal. Y hoy también siento esa normalidad también en la calle, pero llegará el momento en que la pandemia de COVID-19 acabe y quizá sea yo nuevamente quien atraiga miradas. Pero mientras eso llega viviré mi vida en paz y sin complejos.