La noche del 11 de noviembre de 1989, cuando escuché las primeras y ruidosas detonaciones y las ráfagas provenientes de la zona de Las Margaritas, no dejé de asustarme. Y más cuando unos Policías de Hacienda (PH), apostados boca abajo en el sector de La Coruña, nos mandaron señal de alto y nos preguntaron si no habíamos visto nada. Obviamente respondimos que no, porque al escuchar los bombazos, el dueño de la pizzería donde trabajaba frente a Unicentro optó por cerrar y traerme a la casa. No sabíamos ni entendíamos lo que estaba sucediendo.
Me enteré esa misma noche en las emisoras radiales de que se trataba de una ofensiva guerrillera, y al día siguiente me envolvió una emoción extraña: era una combinación entre alegría, nostalgia y curiosidad. Armando, que había vivido parte de sus años mozos en los frentes guerrilleros, ya había vuelto con nosotros, pero yo, siete años atrás, había dejado primos y amigos con los que jugaba a las damas chinas mientras mi mamá les cocinaba peroladas de frijoles en sopa y les echaba las tortillas en el campamento. Algunos, incluso, en su tiempo de ocio, me instruían sobre cómo se desarmaban y limpiaban los fusiles M-16, G-3 y FAL, muchos recuperados de las fuerzas enemigas.
Así que aquella mañana de 1989, lejos de asustarme por las bombas que esta vez estallaban en la capital, me emocionaba descubrir entre los «muchachos» a algún amigo de mi niñez. Y, más aún, sentía que se estaban cumpliendo las palabras que una vez escuché sobre que la guerra llegaría a la ciudad.
Para ese tiempo (ofensiva Hasta el Tope de 1989), yo tenía 17 años, edad suficiente para adiestrarme de emergencia y sumarme a las filas guerrilleras, pero aún tenía frescas, pésimas y amargas experiencias que sumé en las faldas del cerro de Guazapa.
Y es que, a los 10 años, cuando se cursa el cuarto grado escolar, con energías increíbles para jugar (sin saberlo), yo me preparaba para todo lo contrario. Me aproximaba a ser protagonista de un capítulo de la guerra civil de mi país.
En agosto de 1982, mi madre y yo abandonamos el refugio en Santa Tecla para reencontrarnos con Armando en la zona de Tenango, en Cuscatlán. Parece no tener lógica el regreso al lugar del enfrentamiento bélico; sin embargo, sucedió que mi hermano había recibido información de la RN sobre que existía una gran posibilidad de que la guerra se trasladara a la capital y sus alrededores, lo que aumentaba nuestro riesgo.
En esos primeros años de los ochenta, la hipótesis de Armando consistía en la creencia de que el Gobierno de Estados Unidos enviaría tropas directamente a combatir en El Salvador, y que la respuesta de la guerrilla habría sido luchar en la capital, no en la montaña.
La ciudad se volvería una trampa mortal para los estadounidenses, convirtiendo cada casa en una trinchera, así como los rusos habían defendido Stalingrado durante la invasión de los nazis entre 1942 y 1943, en plena Segunda Guerra Mundial. En ese contexto, mi hermano creía que lo mejor era irnos con él.
Así, una tarde de agosto, el contacto de Armando, una señora de unos 50 años a quien llamábamos Lola, nos condujo del refugio en Santa Tecla hacia San José Las Flores, y allí esperamos el fin del día para caminar por veredas y montes durante la noche y madrugada.
Nuestro primer destino era llegar a un punto del cerro de Guazapa conocido como El Mangal, y solo ese trayecto se volvió un suplicio. Horas habíamos caminado cuando escuchamos un tropel, que para fortuna nuestra era una columna guerrillera. La idea original de nuestra guía era que durmiéramos un rato en medio de un cañal para descansar y luego continuáramos la marcha.
«¿No han visto nada?», preguntó uno de los líderes, pero Lola no respondió. Tras la breve conversación, ellos nos advirtieron que aligeráramos el paso porque se acercaba una invasión del Ejército. Apurados, llegamos hasta El Mangal aclarando el día, y allí, bajo una palazón de mangos, pasamos el resto día para evitar que nos detectara una avioneta «del enemigo».
Al anochecer iniciamos nuestro peregrinar hacia Palo Grande, al otro lado del cerro. Al lugar llegamos de madrugada, y la pregunta del «posta» a la entrada fue la misma: ¿«No han visto nada?». Claro, la interrogante fue después de que nos gritara varias veces una consigna a la espera de una respuesta que desconocíamos, pero que conseguimos evacuar con dificultad y evitar los disparos explicando que éramos afines a la guerrilla y que íbamos para Tenango.
Pasado ese susto y después de disfrutar una sopa de frijoles con tortillas calientes, nos dispusimos a pasar el día allí mientras llegaba la noche para continuar el viaje. Todo parecía normal, pero aconteció que a eso de las 3 de la tarde, y por espacio de una hora, los aviones A-37 de la Fuerza Aérea descargaron sus bombas por todo el lugar. Era la maquinaria de la muerte que surcaba el cielo de Guazapa.
Mi madre intentó refugiarse en la esquina de una casa de adobe y teja que después sería escombros tras una explosión. A ella le había dicho que esa era la forma de defenderse y se lo creyó hasta que un combatiente que con fusil en manos repelía el fuego aéreo le gritó que corrieran lejos de la casa. La gente experta ofuscada buscaba zanjas, una piedra o un árbol, algún lugar donde se pudiera defender u ocultarse.
Al llegar la noche, reiniciamos nuestro camino clandestino hacia Tenango. Quería ver lo más pronto posible a mi hermano para contarle la experiencia en Palo Grande. Sentía una extraña emoción por haberme librado de las bombas. Realmente iba contento al encuentro de mi hermano y sentía que había vivido una experiencia heroica. Cuando llegamos, me enteré de que Armando no estaba allí y qué pasarían ocho días para vernos, ya que retornaba con un total sigilo desde Jucuarán, en Usulután, con un cargamento de armas.