La algarabía inundó el lugar. Los microbuses del transporte escolar y los automóviles familiares esperaban ansiosos frente al colegio el abordaje de los alumnos para volver a casa. El calor era insoportable.
«¡Chele, una!», «¡Chele, preparame dos!», le gritaban con cariño y urgencia a Virgilio Fuentes, quien, como todos los días, no almorzó para ganar tiempo y raspar la espalda de una maqueta de hielo, convertirlo en granizo, pintarlo con esencias de colores y sabores, adornarlo con una capa de jalea de tamarindo. Hielo de colores, minuta para los salvadoreños.
De repente el silencio y la soledad reinaron en la entrada principal del Colegio Cristóbal Colón, ubicado en la periferia de San Salvador, donde el Chele, o Virgilio Fuentes, por cierto, trabajaba formalmente de ordenanza, pero dejaba de almorzar para atender su carretón de minutas.
Vender el hielo pintado de colores era una entrada económica extra, que no era mucho, pero le servía para mantener y darles estudios a sus dos hijos, que le quedaron bajo su responsabilidad después de que su esposa murió de cáncer. Los chicos también eran alumnos de ese centro y, sin ninguna pena, apoyaban a su padre en la venta.
Luego de esa movida hora de salida de alumnos, el Chele envolvía y guardaba en el carretón lo que quedaba de la maqueta de hielo, que aseguraba a un árbol, mientras terminaba la jornada vespertina en el colegio.
Virgilio llegó a la capital salvadoreña a la edad de 20 años. Viajó más de 200 kilómetros desde La Unión, un caluroso y árido departamento ubicado en el oriente de El Salvador, fronterizo con Honduras, desde donde muchos migraron ilegalmente a Estados Unidos de América, otros se quedaron en sus pueblos y cientos, como Virgilio, se establecieron en San Salvador en los años ochenta, empujados por los efectos colaterales del conflicto armado.
Los dos hijos de Virgilio empujaron el carretón del hielo de colores. Salieron adelante con sus estudios y se convirtieron en ciudadanos de bien, pese a las adversas situaciones que debieron enfrentar y, como se lo prometió a su amada y difunta esposa, Virgilio hizo su parte para que los sueños de sus vástagos no se derritieran.
Los fines de semana Virgilio era vigilante de un templo cristiano, pero más que trabajo lo tomaba como un oasis espiritual. Su calzado se gastó mil veces, se cansó, lloró, se rio, y aunque el rudimentario mecanismo que movió las ruedas de su carretón se endureció en ocasiones, siempre lo empujó con mucha fe.
Ahora es un hombre que vive con calma sus días, sigue apoyando a sus hijos para que culminen su carrera universitaria. Mientras el carretón lo espera cada mediodía para que siga raspando la espalda de una maqueta de hielo y lo coloree con la actitud de un hombre agradecido con Dios, quien se ha encargado de los blancos, negros, grises y colores de la vida de Virgilio.