En la fachada está claramente grabado el año en que comenzó a funcionar: 1924. Es decir, han pasado 97 años desde que esa gigantesca casa abrió sus puertas para ayudar a los más necesitados.
Es inconfundible el bondadoso bahareque con que fue construida, un material que permite frescura en el interior de cada habitación, pero quizá es la altura de sus paredes y, por supuesto, sus techos con teja de barro los que propician esa combinación perfecta para que el ambiente en el lugar sea siempre agradable e invite a volver.
No menos importantes son los corredores, de pisos lustrosos rojiblancos y sus columnas cuadradas de madera, que dan al jardín central de la casona, con árboles tan grandes como aguacates, marañones japoneses y mangos.
En verdad, la casa provoca muchas emociones por sus amplios espacios, su jardín y la capilla propia con paredes de más de un metro de ancho.
Y si bien el complejo arquitectónico es una joya en sí, es la vocación para el que fue construido lo que más llama la atención: servir a los más necesitados.
En la casa viven alrededor de 25 mujeres, de 70 años o más, donde la mayoría ha sido abandonada por sus familias. Posiblemente tengan parientes, pero nadie vela por ellas. Allí encontraron un hogar seguro, amigable y permanente, donde no falta la atención médica.
Ellas son las reinas de los frescos pasillos, en los que deambulan libremente y comparten entre sí, y con cualquier visitante, viejas e interminables historias de sus vidas.
Pero no solo ellas son beneficiadas. Decenas de personas, sin distinción de su edad, que posiblemente viven en las calles o no tienen para comer pueden llegar a la casa a recibir sus raciones de comida.
Todos los días, alrededor de las 7 de la mañana se sirven los desayunos para todo el que lo desee. Se preparan comidas abundantes y variadas que pueden incluir carnes, por ejemplo, cuando se recibieron en donación decenas de pollos, el desayuno incluyó este alimento. No hay día que se interrumpa la repartición de comida.
Pero aún hay más. Por la tradición de 97 años de ayudar a los más necesitados, en la casa de los pobres (que su nombre formal y completo es Casa de los Pobres de San Vicente de Paul) siempre hay bolsas con alimentos para quien los necesite.
Las encargadas, las hermanas de la caridad y un grupo de laicas de Santa Ana, siempre se ocupan de mantener listas bolsas con granos básicos, cereales, harinas, pastas, comida enlatada… en fin, productos que puedan ser almacenados y eventualmente distribuidos.
A toda hora suena el timbre de la casona, que alerta sobre alguien que busca ayuda. Pueden llegar personas solas, aunque también acuden familias completas (de tres o cuatro miembros, con niños incluidos) que solicitan apoyo, sobre todo alimentos.
Es increíble el servicio que brindan en la casa de los pobres. Siempre hay alguien atento al clamor de los más necesitados, y lo mejor es que siempre hay algo para darles.
Ejemplos como estos son dignos de imitar cuando la realidad de un país como el nuestro lo exige; aunque talvez lo mejor sería una profunda transformación social, económica, educativa, que corrija de una vez por todas la abundante pobreza en todas sus dimensiones, que lastimosamente ha marcado a generaciones completas.