Las ya señaladas limitaciones de las democracias capitalistas de Europa y Estados Unidos se agudizaron, exacerbando la división y los conflictos entre las clases propietarias y las desposeídas, y entre los países desarrollados y los subdesarrollados.
En esa situación, no obstante, el sangriento fracaso de aquellos primeros revolucionarios franceses encabezados por Robespierre, la izquierda radical resurgió con más vigor cuando a mediados del siglo XIX el filósofo alemán Karl Marx, al hacer la crítica del sistema capitalista, creyó haber descubierto científicamente las leyes que rigen el desarrollo histórico.
La historia, según Marx, tiene como motor la lucha violenta de clases (el proletariado contra la burguesía) y al proletariado como la clase destinada a dirigir y consumar la emancipación humana, marcha en una dirección única e inevitable hacia el socialismo y el comunismo.
En contra de los principios fundadores de la modernidad democrática occidental, el marxismo niega la existencia de Dios, proclama la abolición de la propiedad privada y considera imprescindible -en tanto fase de transición del capitalismo al comunismo- la imposición de una dictadura del proletariado.
Según la teoría marxista, las contradicciones del sistema capitalista, por ejemplo, la oposición entre la propiedad privada y el carácter necesariamente colectivo de la producción industrial, eran irresolubles. En esa lógica, el mismo desarrollo del capitalismo, al propiciar la concentración de la propiedad de los medios de producción en pocas manos y, al mismo tiempo, el crecimiento del contingente obrero, generaría de manera inevitable la crisis que haría estallar la revolución proletaria.
Esa misma lógica implicaba que dicha revolución solo podía ocurrir en el interior del sistema capitalista, es decir, dentro de los países industrialmente avanzados. Pero Marx se equivocó en su predicción.
La revolución estalló y triunfó ciertamente, en 1917, pero no en Estados Unidos, Francia, Alemania o Inglaterra, sino en una región más bien agraria y semifeudal: Rusia y los países vecinos que fueron anexados para conformar la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, URSS.
Marx también se equivocó en su predicción de que sería el proletariado, como clase, quien dirigiría y consumaría la revolución. La experiencia soviética, y su posterior réplica en otros países de la periferia igualmente atrasados, reveló la existencia de un patrón común degenerativo que ya ha sido enunciado muchas veces: la clase proletaria, que debía dirigir el movimiento emancipador, entrega la dirección de ese movimiento a un partido de revolucionarios profesionales que, a su vez, es dirigido por un comité central que, a su vez, está supeditado a un secretario general que se erige como caudillo y comandante en jefe.
Y este jefe absoluto e incuestionable, dictador al fin, no es nunca un proletario salido de la fábrica, sino un intelectual universitario que puede llamarse Lenin o Stalin, Mao o Pol Pot, Fidel Castro o Ernesto Guevara.
Marx creía que su teoría superaba al capitalismo porque, al sustituir la propiedad privada por la propiedad colectiva, eliminaba la oposición entre libertad e igualdad y daba paso a la justicia social. Pero, en la práctica, el llamado socialismo real degeneró en regímenes dictatoriales y totalitarios que, en definitiva, terminaron suprimiendo tanto la libertad como la igualdad.
Y fue así como la medicina socialista resultó peor que la enfermedad capitalista. (Próxima entrega: El caso salvadoreño).