La realidad humana es un constante reír, llorar, caer y levantarse; ante todo, es un conjunto de circunstancias que se interrelacionan entre lo que se piensa, se siente, se dice y se hace. Precisamente en esa incoherencia e imperfección es que yace la mayor grandeza de la persona: un ser perfectamente imperfecto.
Todo núcleo humano se puede visualizar desde dos grandes vertientes: la del «homo sapiens» con su evolución cognitiva y la del ser rebelde que, por esa necesidad de ser y hacer, necesita imperiosamente rebelarse contra todo dogma, creencia o imposición determinada por un grupúsculo que tiene el poder en un espacio-tiempo determinado.
Cada acontecimiento histórico tiene a la base una inconformidad, que se traduce en ideología imperante y después en acción destructora. Esto desde el interior de cada ser hasta el exterior en la vida social de los pueblos. En el caso de El Salvador, nadie puede negar por lo menos racionalmente esta situación, un pueblo que cansado del vasallaje histórico desde la Colonización, de los gobiernos militares y luego del capitalismo salvaje creó las condiciones objetivas y subjetivas para que el gen de rebeldía que yace en los pueblos latinoamericanos saliera a la lucha democrática nuevamente.
No existe cambio sin rebeldía, ni rebeldía sin cambio; de ahí, la menesterosa necesidad de romper con las creencias que estancan la vida y envuelven en un fanatismo que menosprecia la grandeza del saber y el crecer. El salvadoreño, con ese fuego que recorre por sus venas de guerrero, ha comprendido por fin que él puede utilizar el poder político como instrumento de sus intereses económicos y sociales, por eso el Gobierno en turno debe aprender a leer entre líneas el mensaje que el pueblo salvadoreño le ha mandado en las pasadas elecciones: «Te queremos como líder de nuestros intereses».
En cosmología se plantea el principio antrópico, el cual tiene a la base que toda teoría se ha de considerar válida solo si se comprende que el universo tiene que ser consistente con la existencia del ser humano. Pues bien, así como el universo para su comprensión debe ser con parangón a la existencia humana, también con los pueblos, no se pueden ni deben analizar sin las características propias del ser humano, su idiosincrasia y motivantes.
En el caso de El Salvador, la realidad ha cambiado y eso se debe al cambio de mentalidad del salvadoreño, quien, con sangre de rebeldía pero adormecida su conciencia social y política por siglos de explotación y pseudoeducación, estuvo en estado pasivo por años, pero ante el agravamiento de la denigración de su ser, estos dos años han sido cruciales para el despertar del guerrero maya, pipil y lenca, y ante la mirada con su propia realidad objetiva, su realidad subjetiva decidió un cambio total de la realidad, y por tal de sus circunstancias.
Ya lo decía el maestro José Ortega y Gasset: «Yo soy yo y mis circunstancias». Cada circunstancia se puede sobrepasar o mantener, eso depende de la actitud de cada persona, eso es lo que el salvadoreño comprendió por fin. Este era el momento de tomar las circunstancias adversas y cambiarlas por medio de un arma letal: la buena intención de un nuevo movimiento social, ahora partido político.
De aquí en adelante, así como cada persona debe comprender que la felicidad o infelicidad depende de su actitud ante las circunstancias, tal como lo planteó el maestro Epicteto, de la actitud de cada salvadoreño ante la realidad social y política, depende el futuro de esta nación, que debe, ante todo y sobre todo, levantarse nuevamente erguida, como el gran poderío de Cuscatlán.