En la primera parte de esta columna, de publicación reciente, me referí a la definición de «mito» como el conjunto de relatos simbólicos que representan y transmiten ideas, identidad, ideologías y valores, y a la de «tótem» como los símbolos que transmiten sentido de identidad, protección y pertenencia a un grupo social, relacionando estos conceptos con las expresiones sociales y culturales durante nuestra convulsionada historia del siglo XX.
Estoy consciente de que, en esa columna, se simplificaron enormemente procesos complejos de nuestra historia que pasan por la pretensión de extinguir las poblaciones indígenas, la dictadura militar, el expansionismo del comunismo internacional, la geopolítica norteamericana, la guerra y posguerra, los procesos neoliberales posteriores, etc. Pero es necesario hacerlo considerando que estas etapas no son exclusivas de nuestro país, sino, más bien, son comunes en toda Latinoamérica.
Estas columnas serían inmanejables, en su extensión y propósito, al tratar de profundizar en dichas etapas. Entonces, ¿cuáles es nuestro mito y cuáles son nuestros tótems?, ¿qué hemos hecho con ellos?, ¿nos han servido de algo?, ¿siguen significando lo mismo?, ¿representan lo mismo ahora que cuando fueron creados?, ¿evocan los mismos valores y significados para todos nosotros?, ¿por qué buena parte de una generación cambió la bandera de su nación por letras o números de un grupo criminal o por colores de un equipo de fútbol? Intentar responder estas preguntas nos remite, por supuesto, a Hegel y a la idea de interconexión entre el individuo, la sociedad, el arte y la religión.
El propósito mismo de entender la totalidad, es decir, entender el sistema en su conjunto, tiene una gran importancia en el estudio de la historia («Lecciones sobre la filosofía de la historia universal», de Georg Wilhelm F. Hegel), ya que nos ayuda a entender cómo se ha moldeado la estructura de nuestra mente e identidad individual y colectiva; nos permite razonar cómo llevar abstracciones de nuestra identidad nacional a postulados prácticos que nos faciliten construir una identidad salvadoreña renovada, libre de complejos; que equipare la dignidad de todos sus individuos indistintamente de sus papeles en la nación y nos lleve a nuevas alturas propias de la gran riqueza de lo que somos.
Esta nueva construcción de identidad y la renovación del significado de nuestros símbolos —ese volver a conocernos y a definirnos— debe emanar de todos y cada uno. Pero solo puede divulgarse desde las posiciones de autoridad, por lo que el discurso desde las estructuras del Estado debe cambiar con respecto al pasado y, sin duda alguna, el contenido educativo debe ser actualizado en las materias de historia y ciencias sociales en general.
La academia debe hacer una revisión y reinterpretación de las narraciones históricas maniqueas heredadas de la Conquista, Colonia e Independencia; debe existir un espíritu iconoclasta que nos permita trascender las ficciones de Atlacatl y Atonal hacia un verdadero reconocimiento de la identidad, el valor y la historia de nuestros pueblos originales y su herencia; se debe aceptar el hecho de que el 90 % del ejército conquistador «español» estaba formado por tlaxcaltecas y acolhuas provenientes de México, que se asentaron en nuestro territorio y que, en consecuencia, también llevamos su sangre y herencia. Debemos dejar de negar nuestra herencia africana. Se tiene que trascender el discurso de rechazo a la parte fundamental e innegable de nuestra identidad: la hispanidad.
Por otra parte, debemos reconocer la influencia de la colonia palestina en nuestro país y colocarla en su justo lugar, más allá de los estereotipos; entender el papel de la comunidad judía; las relaciones estrechas con Francia, Bélgica e Italia en la formación académica de los profesionales y artistas del siglo XIX y temprano del XX, que dieron forma a la estética arquitectónica, musical, pictórica y escultórica de nuestro país. Debemos rechazar los discursos de odio, el enaltecimiento de valores vacíos e ideologías que solo han traído guerra y muerte, pero sobre todo que nos hicieron olvidar que la desigualdad es más profunda que la económica; que se trata de una desigualdad de dignidades, indistintamente del estrato social o étnico en que nos encontremos.
Debemos reconocernos como un pueblo hispano, nahua (que engloba muchos pueblos, incluyendo los que se asentaron procedentes de México), chorti, lenca, pocomam, africano, judío, árabe palestino, multicultural y multiétnico; en consecuencia, con variedad de lenguas (aunque tengan pocos hablantes), con una enorme riqueza gastronómica, con un sincretismo cultural riquísimo, con académicos y artistas sobresalientes a escala mundial.
No somos una nota marginal y curiosa en historias de otros más grandes; no somos los metidos que siempre salimos a bailar en los cuentos de otros. Somos y estamos en todos lados porque somos un pueblo grande en un territorio pequeño, que, a fuerza de no poder contener nuestro ímpetu, nos entregó al mundo. Somos parte fundamental de Mesoamérica y estamos obligados a, en nuestros círculos de influencia, grandes o pequeños, también hacer ese esfuerzo por redefinir nuestra identidad y dar un renovado significado a nuestros símbolos. Es nuestro deber asumir el reto de entender y divulgar qué significa ser salvadoreños.