Cuando éramos niños nos enseñaban a querer a nuestros padres y abuelitos. ¿Cómo? Con el amor que ellos nos prodigaban, sus mimos, su sobreprotección, consejos y, sobre todo, sus acciones y vivencias dedicadas siempre a nosotros. Se crea una interdependencia generacional que construye la razón de ser del mundo para nosotros, los que en el amor humano encontramos una razón de vida y terminamos siendo profesionales al servicio de la humanidad a cambio de un incentivo para sobrevivir, como decimos, «decentemente» y llegar a tener una remuneración que nos ayude a cuidar luego a nuestros ancestros, esos que nos enseñaron el amor como única razón de vida. Otros terminamos… poetas que apenas logramos sobrevivir, pero amamos a esos viejecitos que nos dieron su vida aunque no les dimos nada.
Otros con más suerte o «inteligencia» logran darles dinero, comodidades, aunque su faena por ganar mucho dinero quizá no les da tiempo para darles cariño, apurruñarlos de vez en cuando o sentarse en sus enaguas para escuchar sus cuentos, sus monsergas, su palabra amorosa y tierna, igual que hacían cuando éramos niños.
Pero no imagino ni remotamente a un ser de nuestra humana especie que se hiciera «científico o economista», o sea, que hubiese estudiado las ciencias o las finanzas mundiales y que pensara en algún momento cómo acabar con los ancianos, «porque para el equilibrio de la economía, los negocios, los viejitos eran un grave problema para la existencia del planeta». Eso no lo concibo, y solo sería posible en mentes muy perversas que ni en «La Bella y la Bestia» a la bestia se le hubiera ocurrido.
Hoy las nuevas generaciones pretenden obviar conflictos con sus antepasados trastocando la fuerza del silencio y tratando de «vivir» la ingrávida relación entre sí, atados a la infografía de ese lunar sistema de móviles que lo tienen y lo dan todo en un clic.
Una fértil comunicación permite la imaginaria presencia y establecer nexos visuales y hasta enviar en otro clic toda la atención que necesitan, pero impiden (¿o sustituyen?) el tierno abrazo y el necesario consuelo de unas palabras al oído con la calidez humana, con el aliento del espíritu, rozando esa otra alma desdichada, extraviada en un universo de soledad premonitora de la muerte, alcanzada por el destino… ¿o ajusticiada por el destino?
Me llamó mucho la atención la película «Soylent Green» por esa fecha profética de 2022 tan cerca de nosotros, y que aquellas galletitas tan exquisitas con las que alimentaban al pueblo hambriento y desesperado eran manufacturadas con los cuerpos de ancianos que molían para convertirlas en alimento, mientras que los ricos seguían comiendo caviar.
¿Quizás esos profesionales científicos y economistas tenían otro mensaje en su estímulo? Tienes que ganar mucho dinero para pertenecer al «primer mundo». Ser líder de los grandes consorcios financieros, ser parte de las asociaciones empresariales, tener el poder en tus manos y estar protegido de las pandemias. Por el contrario, controlar el hambre del mundo alimentándolos con la basura que produces, mientras los pobres terminarán comiéndose entre ellos.