De 59 años, Julio Mamani golpetea las láminas de hierro en su celda taller, que también hace las veces de cocina y donde pasa sus días juntos a otros tres detenidos.
«Nos levantamos desde las siete y empezamos a trabajar hasta las 12, (…) descansamos, (luego) otra vuelta. Trabajamos hasta amanecida», comenta Mamani a la AFP.
Los cuatro terminaron en San Pedro, el segundo centro penitenciario más sobrepoblado de Bolivia después de Palmasola, en la ciudad de Santa Cruz. Construido en los años noventa para 400 internos, San Pedro alberga hoy a unos 3.800.
Mamani, que evita hablar de las causas judiciales que lo llevaron a prisión, lleva un año sin ser llamado a juicio, pese a que la ley determina un máximo de seis meses de prisión preventiva.
Solo un 34% de los 24.824 presos en Bolivia han sido condenados, según la Defensoría del Pueblo, que estima que el hacinamiento carcelario alcanza el 168%.
De piel cobriza y padre de cuatro hijos, Mamani sonríe pese al limbo jurídico. Aprendió a construir autos miniatura para la Alasita o fiesta de los deseos en Bolivia, a partir de latas de leche y planchas de calamina que sus familiares logran ingresar tras superar los controles.
Cada año, el sistema penitenciario le da oportunidad a miles de presos de vender sus artesanías en las afueras del penal, a través de sus esposas. Estos productos «son elaborados con mucha fe también. Me siento feliz (de) que nuestros productos salgan afuera», señala Mamani.