Dentro del ordenamiento jurídico salvadoreño, la Constitución es la norma máxima que regula el orden político, jurídico y social, razón por la cual la misma no puede ni debe quedar a merced de alteraciones que de manera antojadiza permitan modificar la organización del poder o vulnerar los derechos que en ella se regulan; sin embargo, no podemos negar la necesidad y posibilidad de reformarla. Jean-Jacques Rousseau decía: «No existe sociedad a quien no pueda reconocerse el derecho de cambiar las condiciones generales de su existencia». Es decir, no podemos suponer que las generaciones no evolucionan y sus realidades y sus contextos sociales, políticos y jurídicos sean estáticos, porque esta suposición en sí misma sería antidemocrática.
La actual Constitución es un cuerpo normativo que data de 1983, y nace sobre un modelo de ley suprema de 1962, a la cual, como resultado de los Acuerdos de Paz en 1992, se le incorporaron nuevas normas, dándole un carácter flexible, que admite la reforma bajo especiales requisitos y procedimientos, excluyendo del campo de una posible reforma el sistema de gobierno, el territorio nacional y la alternancia en el ejercicio de la presidencia de la república.
Veintiocho años después, la realidad actual dista mucho de la que dio origen a la Constitución vigente, por lo que adecuar la misma para estar acorde con las necesidades y demandas actuales, que permitan un nuevo conceso institucional que responda al presente pero sobre todo al futuro de El Salvador, basado en un proceso democrático como el que el vicepresidente de la república está liderando, es necesario.
Algunos sectores se preguntan ¿por qué en estos momentos el segundo funcionario de elección popular más importante del gobierno dedica horas persona en buscar una reforma a la Constitución? ¿De verdad cree el vicepresidente de la república que los problemas de Estado como la inequidad y la raigambre corrupta en las instituciones se resuelven con una reforma constitucional? ¿Acaso no hay cosas más importantes de las cuales preocuparse? Tras estas preguntas, planteo: la Constitución que tenemos no da el ancho para enfrentar los retos que El Salvador y sus nuevas generaciones tienen por delante, por eso se hace necesario apoyar estos esfuerzos. Hace unos años, una generación de ciudadanos se tomó en serio unas reformas que dieron paso a una Constitución aceptada por todos los sectores, esa Constitución ya está fuera de época, y los órganos del Estado ya muestran evidentes síntomas de debilidad; por tanto, es importante reformar la Carta Magna en busca de poner freno al caciquismo y clientelismo de la función pública.
Aquellos que se oponen a una reforma de la Carta Magna para adecuarla a una nueva realidad son los mismos que han convertido la ley en propaganda y han creado por décadas normativas ligeras, en algunos casos, poco claras, coyunturales, sin espacio a la continuidad, basados en la idea equivocada de que la realidad social puede y debe controlarse totalmente por las normas. Por eso insisten por todos los medios posibles en que «la legalidad y la Constitución están por encima de todo», porque claramente esa legalidad y constitucionalidad que tanto defienden está a su servicio, y su reforma implica una amenaza para ellos.
La Constitución por sí misma no puede cambiar la realidad, resolver los problemas, pero sí nos indica quién debe y puede hacerlo. Por eso es necesario hacer estas reformas, que no se reduzcan a meros cambios gramaticales, sino que pongan nuevas reglas que devuelvan la eficiencia a las instituciones del Estado y la confianza a los salvadoreños.
No hay otra opción. Los cambios son necesarios, casi nunca voluntarios, pero son inevitables y requeridos; casi siempre son impulsados por ciudadanos con alta responsabilidad cívica y conocimiento. Señor vicepresidente y su equipo, seguramente la inversión de su tiempo y esa responsabilidad cívica serán agradecidas por las nuevas generaciones que tendrán una Carta Magna acorde no solo con el presente, sino principalmente con el futuro.