Huyó de las balas que la dejaron sin hogar en Usulután durante el conflicto armado de 1980, sin saber que enfrentaría a la muerte en el río Bravo, de 3,034 kilómetros de longitud, entre Estados Unidos y el norte de México. Jesús Rivera, de 20 años, junto con 11 salvadoreños más, llevaba una semana caminando entre veredas, en un pantano y en medio del desierto cuando su vida se puso en riesgo por no saber nadar. Así lo recuerda, con dolor y lágrimas, al revivir ese trágico día.
Sin imaginar que tendría que cruzar un caudal por zonas de hasta 15 metros de lado a lado para evitar los controles migratorios en 1988, se arriesgó con un traficante de personas que la condujo hacia Estados Unidos. «Tirémonos todos al río porque puede venir Migración», escuchó. Esa frase erizó su cuerpo. «Yo no me tiro, me voy a morir», pensó.
El miedo invadió su decisión de continuar el recorrido ese día y, mientras sus compañeros migrantes se metían en aquellas aguas profundas, ella se quedó en la orilla sollozando.
«Fue mi experiencia más amarga, triste y dolorosa. Lloré, no recuerdo cuánto tiempo, pero estaba desesperada», comentó. Nunca había asistido a una iglesia ni hablado con Dios tan profundamente como ese día con los ojos cerrados. «Le dije: “Diosito, yo vengo por necesidad, no me quiero morir, quiero llegar a mi destino, necesito una casa, no tenemos dónde vivir. Señor, si verdaderamente existes, dame una luz”», reclamó.
En ese momento «recibí una descarga en mi cuerpo, algo entró en mí, abrí los ojos y dos hombres estaban a mi lado con una varita, me lancé al río y caminé», dijo.
El agua estaba fría, profunda, silenciosa y una corriente con mucha fuerza, pero por primera vez estaba nadando. Fueron entre nueve y 10 minutos hasta llegar a la otra orilla. Esos fueron los minutos más largos de su vida, algo a lo que considera un «testimonio de la obra de Dios».
«Vi gente morir en el río, se ahogaron. Ha sido la cosa más horrorosa que he visto. Lo más terrible es cuando las personas se tiran sin poder nadar, como yo», manifestó.
Sin saber cómo logró llegar, alcanzó a ver a sus compañeros y la ayudaron a salir del río Bravo.
Ese fue el momento que más la marcó de los tres meses de camino, donde aguantó hambre, fue víctima de robos en un tren e incluso tuvo que aguantar frío, porque en septiembre de ese año México fue azotado por el huracán Gilbert en las costas de la península de Yucatán.
Gilbert, de categoría 5, atrasó su viaje por los fuertes vientos, pero no la detuvo para seguir caminando. De acuerdo con el Centro Nacional de Prevención de Desastres mexicano (Cenapred), el huracán dejó como salgo 225 personas sin vida, 51,610 damnificadas y cerca de 140,000 evacuadas. La tempestad terminó para la salvadoreña a finales de noviembre en Houston, Texas, donde, al explicar a las autoridades que había escapado de los enfrentamientos entre la guerrilla y la Fuerza Armada de El Salvador, le otorgaron el asilo al día siguiente. Con ayuda de su familia canceló los 8,000 colones, equivalentes a $915.51, al traficante de personas.
Vivió durante siete años en Los Ángeles trabajando de cuidar niños y limpiando viviendas y oficinas, mientras ayudó con remesas a su madre y cuatro hermanos menores, quienes residían con otros familiares en Tepequeyo, La Libertad. Rivera reunió el dinero para comprar su propia vivienda en Santa Tecla y en 1995 decidió regresar voluntariamente a su país natal por una promesa que le hizo a Dios.
Ahora es una feligresa que persevera en la iglesia Inmaculada Concepción. «Me da tristeza cuando la gente se va para allá [EE. UU.], ahora es más peligroso», lamentó la salvadoreña, de 57 años.