Las calles donde antes de que salga el sol se respira el olor a pan recién horneado, donde el vapor de las planchas que cocinan pupusas impregna el aire que respiran todos aquellos que transitan, abordan y esperan autobuses, donde las luces del interior de los buses reflejan los rostros de quienes intentan ver por la ventana más allá de su reflejo, un mundo que quisieran que dejara de ser hostil a las ganas de salir adelante; y los campos donde el rocío matinal adorna como guirnaldas las espaldas de las vacas y los cielos se desvisten con el alba, donde el jornalero sale con sus botas y caites para trabajar los frutos de la tierra y del esfuerzo, donde las madres levantan a sus hijos de diversas maneras y los ayudan a prepararse para ir a la escuela o a estar presentables para la clase virtual son los escenarios que suelen abrirnos un poco los ojos, porque son esas personas las que suelen tener que recordar una o más veces en el año a una persona que ya no está con ellas porque murió a manos de las pandillas.
Cuánto dolor y tristeza en una población que ya de por sí la tiene difícil y que deberá pasar el resto de su vida visitando un cementerio, abriendo las heridas del pasado, esas que no sanan, pero que se aprende a vivir con ellas, y a superarlas, como hacen todos.
Ya era hora de que alguien se pusiera los pantalones y les diera la retribución que se merecen a las pandillas por todo «su servicio y rol necesario para la sociedad», como dicen los grandes eruditos, referentes de la comunidad internacional, que, ajenos a la realidad que viven las víctimas de esos grupos, intentan justificar su existencia y su barbarie. El régimen de excepción ha traído un respiro a la ansiedad generada por el baño de sangre inocente orquestado por tan infames y cobardes seres.
Escuchar a personas que han vivido bajo el asedio de los delincuentes desde siempre decir que se sienten extraños en sus colonias porque ahora entran sin necesidad de apagar las luces o de pagarles por el parqueo a los muchachos, y que, por primera vez desde que tienen noción de habitar dicho lugar, sienten que viven en una colonia normal es una satisfacción real. Eso es un cambio palpable.
La ley nos da la libertad de hacer lo que queramos, pero también advierte sobre lo que sucederá si sobrepasamos los límites establecidos para vivir en justicia y paz. Los pandilleros lo saben y son conscientes del daño que le han hecho a la gente. Por esa razón también aceptan cuál es su futuro, su castigo y su efímera y sucia huella en la historia. Las reformas del Código Penal por parte de la Asamblea Legislativa traerán la verdadera justicia y la ejemplificación de que no necesitamos que ese mal prevalezca en nuestra sociedad. Los salvadoreños honrados están cansados de soportar que no se pueda emprender un negocio porque la delincuencia quiere lactar cual parásito de su trabajo y esfuerzo.
El día que las nuevas generaciones entiendan el sentir de los demás y la empatía sea colectiva avanzaremos juntos hacia un mañana en el que el camino fácil no sea el de aprovecharse de los hermanos y causar dolor, sino que sea el camino en el que se aprecie ganarse un pan, y que ese pan lo partamos en dos para el que no tiene. Así, con pequeños ladrillos, se levantan monumentos que prevalecen al tiempo y a la muerte misma. Hagamos que ese monumento simbolice que todo el dolor que hemos vivido nos ha hecho más fuertes, que hemos aprendido y que no se transformó en un mausoleo.
Las bases del mañana están cimentándose, depende de todos que erijamos el futuro que nos merecemos.