En marzo de 1984, Jorge Luis Borges publicó «La hipocresía argentina». Un artículo cuyo propósito era develar cómo dicho comportamiento se había vuelto un régimen de conducta en su país. En el texto, Borges comentó cómo, en el contexto de la dictadura militar, mientras se celebraba el Campeonato Mundial de Fútbol (1978), diferentes autoridades distribuyeron ropa a la población más precarizada con el propósito de que los visitantes extranjeros no advirtieran la pobreza de los locales. «Si hay miseria, que no se note» fue el subtítulo que acompañó dicha publicación.
El texto alude al fenómeno pragmático denominado «eufemismo», el que, de acuerdo con el Diccionario de la Lengua Española, corresponde a la «manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante». Sin embargo, cabe preguntarse a quiénes pueden resultar «duras» o «malsonantes» este tipo de expresiones y por qué son tan frecuentes en la comunicación pública. Al respecto, la investigadora Nuria Barranco (2017) señala que el eufemismo del discurso político opera como un mecanismo de encuadre cognitivo con el que el emisor se propone controlar la información y, en consecuencia, la interpretación que realizan los destinatarios de un determinado mensaje.
Hace unos días, en Chile, comenzó a circular por redes sociales una serie de videos en los que se constataba que un grupo de jóvenes se reunió en una fiesta masiva en uno de los sectores icónicos del veraneo de la élite político-económica chilena, Cachagua. En los registros, se observa que ninguno de los asistentes utiliza mascarilla, guarda distancia física e, incluso, incumplen las indicaciones de aforo máximo para los encuentros sociales. Sin embargo, fue el trato brindado por las autoridades y la prensa lo que propició una generalizada molestia y terminó transformando la situación en motivo de discusión pública.
Frente a hechos similares, los medios de comunicación y las autoridades develaron conductas condenatorias y retóricas diferenciales para referirse a estos eventos cuando involucran a cualquier ciudadano(a), y cuando quienes están involucrados son hijos e hijas de los detentan el poder y concentran los privilegios en el país. Un ministro de Salud que es incapaz de nombrar el lugar en el que ocurre el encuentro (Cachagua, Cachagua, Cachagua… lo siento), pero que ha nombrado sin miramientos los otros lugares en los que se han producido circunstancias análogas. La misma autoridad se refiere al evento como una «fiesta privada» y no como «fiesta clandestina», jerga utilizada sin tapujos en otros encuentros masivos condenados públicamente.
El eufemismo opera al orientar al interlocutor a imaginar las dinámicas y los conceptos desde el lugar al que fue llevado. Sin embargo, la lucha por la igualdad de trato que se ha dado en Chile desde 2019 generó las condiciones para que la ciudadanía denunciara su indignación y obligó a repensar la estrategia comunicativa. Otra autoridad señaló, días después, «Zapallar (comuna en la que se encuentra Cachagua) aumentó sus casos en un 307 %, si alguien se muere ya saben a quien irle a preguntar».
Volviendo a Borges, no es difícil comprender cuál es el quid del asunto, y es que, finalmente, la endogámica relación entre poder económico y político que se ha generado en Chile obliga a que las autoridades y los medios de comunicación, por más molestas que puedan estar, se vean obligados a pensar las comunicaciones que refieren a la élite en términos de «si son miserables, que no se note».