El maestro Leonardo da Vinci solía decir: «El que no valora la vida no se la merece». Este planteamiento me hace comprender la importancia de la vida y su aceptación. Cada vez que alguien se menosprecia debería pensar en no seguir con ese absurdo de superar a los demás, es más, ni siquiera superarse a sí mismo, ya se es lo que se tiene que ser. Es solo cuestión de tomar consciencia de lo perfectamente imperfecto que se es y, entonces, la divinidad del crecer sin violencia comenzará a surgir.
La vida aún con sus complejidades merece comprenderse, aceptarse, degustarse y por qué no decirlo, jugar con ella. La dichosa libertad de la que hablan todas las naciones y por la que hay guerras en el mundo solo es un estribillo para menospreciar la verdadera libertad, que consiste en aceptar la felicidad como un derecho y una obligación inherente al ser humano.
De ahí, el hecho de que nos guste hablar de libertad, pero somos esclavos de nosotros mismos. Del consumismo exacerbado, las tendencias, los complejos, los temores, la modernidad, la tecnología, las redes sociales, etcétera. Hay un temor real a la vida, aunque se insista en que se ama y respeta; solo es letra muerta e hipocresía hecha leyes y movimientos.
Es decir, no se debe por ningún motivo confundir la felicidad con el placer, y mucho menos considerar como finalidad última el placer disoluto y crápula. Reconocer la vida y la libertad como una naturaleza indisoluble e inherente a la naturaleza humana es el principio de una verdadera movida no accidental hacia la paz interior y de los pueblos.
Ya lo decía el maestro John Milton: «Bien que no se conoce, no es tal bien, y el poseer lo que no se aprecia es como si no se poseyese». Pues bien, solo lo que se acepta y se aprecia es un verdadero bien protegido y valioso; una sacudida bacteriológica tuvo que darse para que las sociedades valoraran el silencio, la calma y la vida misma, sin agregados, ella por sí misma.
De tal suerte, que la apreciación de la vida pasa por ser feliz siéndolo y no buscándolo. ¿Así o más claro? No se trata de elegir una creencia para alcanzar la paz del alma, mental o física, es solo cuestión de aceptar la vida siendo lo que es, así como aceptarse a sí mismo, sea lo que uno sea. Menospreciar lo que se es, es escupir a la vida lo que quiso que uno fuera; y eso, mis queridos lectores, sale de la ecuación del agradecimiento a la divinidad.
El gran escritor y místico León Tolstói solía expresar: «Mi felicidad consiste en que sé apreciar lo que tengo y no deseo con exceso lo que no tengo». Esta sí es una verdad ineludible e incluso casi indescriptible con raciocinio humano. Es una verdad nacida del interior y que pasa como búmeran por el exterior, para llevarnos hacia dentro. Pero, claro, el ideal promedio de los ciudadanos es vivir la gran vida como sea posible, en una gran ciudad, poseyendo las mismas cosas que los demás y llenando el vacío interior con artículos comprados y todo tipo de sortilegios de consumo innecesario.
Cuidado, pues, con seguir coaccionando a la vida misma, poniéndole metas a la Divinidad o incluso esperando que la vida sonría más, dando lo que no necesitamos. Apreciar debe ser el gran motivante, apreciar debe ser el gran alentarte, apreciar ha de ser, ante todo y sobre todo, la posibilidad de lo imposible, es decir, volver cierto lo incierto, aceptando lo perfecto en lo imperfecto. Que nuestra sociedad salvadoreña cada día tome más consciencia de las verdades del interior y se deje influenciar menos por las tendencias y modas, que solo alejan del gran motivo de la vida, crecer, amar, aprender y ser feliz.