Desde la primera vista, el Teatro Nacional de Santa Ana ya advierte un banquete de arte, arquitectura y detalles que sorprenden y que no acaban si hay tiempo para recorrerlo con detenimiento.
La fachada cuenta con siete arcos en dos filas, una arriba y otra abajo, cinco de esos arcos están juntos y los otros dos, a los extremos. En el centro, en letras cuadradas se lee su nombre y arriba de esto, el antiguo escudo de Santa Ana, con un volcán con fumarolas al centro y una diadema de 14 estrellas que representan a cada departamento de El Salvador. El estucado parece de yeso, pero no lo es.
Margarita Navarro, colaboradora administrativa y quien hace los recorridos guiados, revela unas de las curiosidades de los detalles en relieve: no es yeso, son molduras de cartón piedra elaboradas en la época.

La entrada es un salón custodiado con dos enormes floreros tallados en mármol alzados por pedestales del mismo material. Uno a la derecha y otro a la izquierda —que antes se adornaban con flores—, son testigos eternos, porque siempre han estado allí, recuerda Margarita.
Desde la entrada, en la Gran Sala, Gran Salón Fóyer y alrededor de las entradas de los palcos se descubren tres tipos de pilares: corintios, renacentistas y rococó.
En la cúpula de la Gran Sala están pintados los retratos de Rossini, Gounod, Wagner, Bellini, Verdi y Beethoven. Cada espacio solo pudo haber sido una epifanía colectiva de los artistas Luis Arcangelli y Gugleano Aronne, quienes estuvieron a cargo de los estucados decorativos en todo el teatro.
En el Fóyer los detalles son incontables y con gran significado. A un lado, arriba del dintel decorado en blanco y dorado, el busto de Dante Alighieri con una leyenda y en la pared de enfrente a William Shakespeare. A cada costado hay puertas que dan a dos salones: uno para mujeres y otro para hombres. Cada espacio está dividido en otros salones: en sala para fumar, tocador y guardarropa para ellos; para ellas, una sala para té y tocador.
Su existencia y diseño solo marcan el contexto en el que la élite de Santa Ana se reunía, conservando las diferencias y actividades entre hombres y mujeres. Aquí, en cada sala se observan ángeles que representan lo etéreo del arte y lo cercano al cielo que están los artistas, como cosa sublime. A estos ángeles se les llama en la arquitectura amorcillos, y son querubines desnudos, a veces del mismo sexo, a veces con flechas o alas.
En las paredes, arriba, hay murales. En el salón de las mujeres hay flores, pero también pavos reales en semejanza a ellas por su elegancia.
En el Fóyer y en la Terraza Española el arte tampoco da tregua y se observan sutiles detalles que los hacen únicos. En su arquitectura no hay ninguna pared que produzca ángulos o esquinas, todas son curvas, lo que le da un movimiento a las habitaciones sin que sea fácil de percibir.
En los arcos y ventanales se disfrutan vitrales, lisos y en colores sólidos, originales. En la terraza, Luigi Arcangelli dio rienda suelta a un arte más sensible y con un mensaje. «Son los regalos que dejó el artista». Son una serie de tres pinturas: una de ellas es de la campiña, la otra es del mercado y las mujeres salvadoreñas desde sus ojos. Uno de ellos, del que se desprende un mensaje subliminal en grises, retrata, a su manera, la revolución industrial y la lucha del hombre en ella. En varios salones, en el primer nivel se conservan reliquias en una especie de pequeño museo. Allí también aguardan varias estatuas que un día estuvieron en el techo, pero que con los terremotos de 2001, por su peso en mármol, tuvieron que ser puestas en tierra y en el interior.