Columna Caleidoscopio Cultural:
Atilio Munguía es un artista que desde niño supo que sería un pintor y caricaturista, él puso sus ojos en el arte y su amor en las florestas misteriosas, el verdor y las formas infinitas de los aguacates, las mujeres del campo, el trabajo, el pueblo, la naturaleza y el risco de la vida.
En su libro autobiográfico «Sin miedo al trazo», expone la verdadera vocación de un ser humano, que desde niño a pesar del dolor y el maltrato del cual fue víctima, supo luchar por su deseo de ser un artista reconocido; así estudió y con mucha disciplina, trabajó para realizar su proyecto de vida.
Este libro marca un testimonio que es luz para quienes a pesar de tenerlo todo en la vida, se vuelven oscuridad, holgazanes y dependientes de sus progenitores, y también para las personas que sufren desde la niñez, carencia, dolor y maltrato, violaciones o abusos, para que comprendan que nada es imposible si se trabaja día a día para alcanzar la meta anhelada, y que siempre es necesario esforzarse, estudiar, aprender y estudiar más para lograr hacer lo que más les gusta. Revela lo que él llama: “Infancia caótica”.
Para Atilio Munguía (Tylo): «La vida es un trazo continuo, una línea nunca recta, pero que finalmente alcanza su destino». Desde niño presenció asombrado la muerte, en el antiguo pueblo indígena Guaymango, llamado después San Silvestre, y en 1951, su Armenia adorada.
Relata con gran realismo, las peleas con corvos, la fuerza al chocar y cómo la sangre de los borrachos corría sobre el piso de tierra. Describe ese abismo, desde las ventanas donde su infancia intenta refugiarse. ¡Cómo mira volar el cuero cabelludo de un hombre, y a la chicha y la adrenalina bailar con el espanto y el miedo!
A sus siete años, Tylo conocía ya el maltrato, los golpes y castigos por ser «un cipote absoluto», por el hecho de tomar sus propias decisiones. Su madre había delegado en su hermano el poder de darle «chilillazos». Así paso a paso, Atilio presenta a sus lectores, a sus mejores amigos, y plasma la vida de la cipotada, las resorteras de madera, los trompos, los panes con cuajada.
Atilio habla no sólo de su tío, sino también de los maltratos de su madre. Y nos sumerge en sus aventuras camino al hermoso Totonilco, aventuras de un alma libre. Cuenta el día en que despojado de su ropa, se lanzó desnudo a su agua tibia y dijo: «Cuando sea grande voy a regresar para pintar todos estos rincones».
Armenia era un lugar que despertaba la curiosidad en Atilio y sus amigos. La estación del tren, pensar en partir en busca de sus sueños, ver a tantas personas vendiendo productos personales y comida típica. Atilio y sus amigos eran muy creativos, como toda la niñez del campo y de los pueblos, recogían semillas de conacaste preparándose para jugar otro día.
Este libro nos muestra como las madres esperaban a sus hijos, menos la madre de Tylo. Y la amargura cuando un día ella se marchó, y abandonó a su hijo. Con mucho drama, leemos los sentimientos encontrados de aquel niño, al recordar a su mamá con cariño a pesar de los maltratos que recibió de ella tantas veces.
Los temas de la violencia contra la niñez y la violación de una mujer están plasmados en este libro.
Tylo tuvo condiciones severas para seguir viviendo en la casa de su abuela, pero fue ella, mamá Tina, quién lo apoyó en sus sueños y supo darle ternura.
El trabajo infantil aparece en las fincas de café, a la sombra de los árboles de mangos, zapotes y pepetos, por mencionar algunos de ellos. Y cómo el trabajo para Tylo era una aventura, en la que descubría infinidad de colores y la magia en su amor por la naturaleza.
Tylo creció con resentimiento a su abuelo y su tío, lo único que le sostenía en aquella casa el cariño de mamá Tina. Más adelante, supo por qué su madre fue siempre seca con él, por qué nunca le brindó su amor de madre. Y la historia familiar que se desarrolló para protegerla.
El niño Tylo sufrió por muchas revelaciones, pero su anhelo era volver a ver a su mamá. Y esta es otra parte conmovedora de la historia que, sin duda alguna, marcó el carácter de Atilio.
Más adelante, volvemos a ver cómo Atilio tiene la oportunidad de crecer en su vocación, gracias a una maestra y su perseverancia. La primera dama le invitó a estudiar a la Escuela Imery, allí encontraría algunas facilidades. No era una beca, pero sí un reconocimiento que sin duda alguna motivó a aquel niño a perseguir con más fuerza sus sueños. La persona que lo apoyó para estudiar en la capital fue mamá Tina. En esta parte de la historia, podemos conocer todas las barreras que Atilio derribó en su pubertad y juventud y cómo Dios fue poniéndole en su camino a las personas indicadas, para reconocer su talento.
Sus logros, su carrera en la prensa escrita y en publicidad, sus pinturas y la etapa de su creación como caricaturista, la forma en que combinó el arte, las letras de sus amigos y las caricaturas, y lanzó una serie de libros con sus caricaturas, biografías, historias y ahora con su vida, obra y trayectoria.
Luego de diversos reconocimientos, incluyendo el de la Asamblea Legislativa como Distinguido Artista de El Salvador, en el 2016, Atilio Munguía no ha parado su paso. A sus ochenta años sigue pintando nuevas obras, escribe sus memorias y más libros que resaltan la vida de otros artistas y personas literatas salvadoreñas. Es un hombre que se mantiene activo en la cultura y las artes de nuestro país y el mundo, un modelo de superación y éxito.
«Sin miedo al trazo» es un libro muy hermoso. Yo lo leí en un solo día, acompañada del silencio verde del patio de mi casa, con las ardillas curiosas y alborotadas que parecían querer llamar mi atención. Es un libro íntimo, la vida y el milagro de Tylo, los colores y los juegos, sus aventuras, los abismos, la profesión y su matrimonio, la plena madurez y su huella en la historia del arte y la cultura en nuestro país, los dones de Dios y el inmenso amor de mamá Tina. Un libro que hoy nos comparte.
POEMAS
La ciudad
Por Yanira Soundy / DePoesía
Sus cicatrices, las aceras levantadas. Su rostro, un sepulcro gris.
Es un cuerpo de urbe, que extiende los brazos, calles vacías bajo las hormigas y zompopos de octubre.
Cambio climático.
Tiene jardines de hojas secas y nidos bordados en postes
de cemento, mercados quemados y maracas nuevas.
Un calor insoportable.
Avenidas adornadas con cáscaras, que se desprenden
de las naranjas en venta, y un zumo de ayer en cada esquina.
La ciudad tiene edificios de celdas y se polvea
con masilla cada mañana.
Una pequeña parte está vestida de vidrios y luces de colores,
bares, restaurantes y almacenes. Lo demás lo tiene cubierto
con portones de hojalata, y cables negros
donde las palomas duermen.
Chaparrones de agua, por momentos fugaces.
Los versos hacen filas, algunos logran entrar,
otros mueren mudos en cajas de cartón.
La ciudad es extraña y sus habitantes son voces pequeñas.
Vuelvo a susurrar el nombre de un muerto,
inmenso y quejumbroso.
Esta tierra me parece tan sola.
Los niños han pegado sus ojos y oídos
en las paredes de los templos.
Los ciegos permanecen sin bastones en las azoteas,
dibujando astros de papel.
La pandemia continúa dando picotazos al suelo.
(Año 2021)
Lejanía
Por Yanira Soundy / DePoesía
Tuvimos una casa en un lugar que nuestros ojos no verán jamás. Porque ya no está y como nube se disipa.
Nuestros abuelos, los tíos y los que fueron parte de esa historia ya no existen. Hoy son otras las personas con nuevos ropajes.
Las tiendas han sido desarmadas. Algunas no encontraron ayuda y se marcharon. Las bocas aún se llenan de alegría desde lejos.
Tuvimos una abuela y nuestras manos en su corazón. Manos de diferentes tamaños y fuerzas. Ella sopesó, examinó y corrigió, expresó verdades en sentido muy directo. La abuela y sus palabras, los sacrificios y una cerca de estacas.
Ella también se ha marchado, como se fueron nuestros padres.
Los almendros florecen y otros, colgamos las hamacas donde el ave no despierta.
Tuvimos una mesa y nubes ajenas que regalaron lluvia a nuestro patio. Cerrábamos la puerta a la calle para mirarnos, como vid fecunda y olivos nuevos.
La mesa nos atraía con la sola presencia de la abuela. El té bebido a sorbos, la puerta espaciosa a la cocina y un árbol de granadas rojas.
Tuvimos algunas infancias como higos de los cardos, adolescencias que hoy son reconocidas en añoranzas. Muchos emigraron para envejecer donde corren las aguas del frío. Otros aguardamos con fe.
Vinieron falsos amores y aquellos que permanecieron, contados con los dedos de una mano, pero muchos también se han ido.
Ya no están la casa, la mesa, el patio ni la puerta. Hemos envejecido al tiempo y no confiamos en la aurora centinela.
Debemos arrancar la hierba de los techos, de generación en generación. Los techos de nuestras propias obras.
Qué lejos estamos, sopla el viento, corre el agua de los ríos en otras tierras como herencia.
Partimos el pan, nos liberamos de los enemigos y opresores, damos gracias a Dios porque Él es bueno. Otros creen en los prodigios de oriente, en ovnis o bien, no creen.
¡Qué lejos estamos, aún de las piedras para reconstruir aquella casa!