A los 15 años, Juan Antonio Ortiz ya era independiente, la vida lo llevó rápido a salir de casa y a valerse por sí mismo. Con el ímpetu de la juventud recuerda claramente que quería ser artista, pero no sabía en qué rama.
El universo era infinito y Juan Antonio quería comerse el mundo con tal de encontrar su vocación.
Con ese arrebato escogió como rumbo México, cuando viajar al país azteca, superando las distancias, era sencillo. Estando en Nogales, Sonora, llegó al Circo de los Hermanos Osorio, lo supo por la enorme valla publicitaria.
Allí conoció a los payasos «Chamaco» y «Cerillín», pero su primer trabajo aquí sería como acomodador. Al siguiente año, logró ser parte de una rutina con los primeros payasos con los que trabajaría y empezaría su aprendizaje, su escuela.
«Hicimos una rutina de peluquería. Era muy gracioso. Así empecé, fue mi inicio como payaso, pero aún no tenía nombre», recuerda.
Con esta rutina estuvo durante casi cuatro años, hasta que, en 1969, ante la noticia de la guerra con Honduras, retornó al país alertado por lo que pudiera pasar.
A su regreso, buscó a uno de los payasos más famosos del momento y en boga, «Cañonazo», interpretado por Roberto Funes. La búsqueda tenía un objetivo: pedirle al maestro que fuera su mentor.
Juan Antonio lo logró, ingresó al reconocido «Circo de Cañonazo». Esta sería su segunda gran escuela, de aquí saldría pulido y con nombre. Su estadía en este circo se alargó hasta 1981, cuando puso una pausa a la itinerancia.
La vida personal de Juan Antonio exigía un cambio, pronto sería papá.
«¿El nombre? Nooo, es que ese ya me lo tenía listo “Cañonazo”, cuando empezamos a trabajar. Yo era temeroso porque no tenía mucha experiencia, pero él me enseñó y me puso Zapatín», rememora mientras aplica la base blanca en el rostro.
Su maquillaje avanza en la misma armonía que la historia de su transformación de un joven sencillo buscando ser artista a un payaso con más de 56 años de trayectoria.
El nombre para un payaso ciertamente es su marca, pero más que eso es la personalidad y el alma de su personaje, de su arte. Una vez Zapatín se apropió de su nombre la carrera no paró.
El siguiente circo que le abrió las puertas fue el Panamerican, de Guatemala. Con ellos anduvo de gira por todo El Salvador haciendo de cada función una fiesta.
En el camino tomó su propio estilo para maquillarse, dice Zapatín, no ocupa siempre los mismos colores, le gustan los neones en verde y amarillo, eso sí, las chapitas no faltan. Dice que ahora todo es más accesible que hay tiendas propias para maquillaje y zapatos, facilidades que no existían hace más de 20 años cuando por segunda vez tuvo que viajar a México.
Zapatín recuerda que vino el «Circo de los hermanos Fuentes Gasca», una monumento de circo que en México llegaba a instalar una carpa de 12 mástiles, cuando en El Salvador los más grandes son de 4 mástiles. Entonces, tuvo la oportunidad de viajar con ellos, de ser parte de su elenco junto a las artistas y bailarinas. Aquel monumento era tanto que le decían «El Palacio».
Las funciones eran pagadas con hasta 200 pesos mexicanos, que en aquel momento se cambiaban en 40 colones. Su estadía en el norte se prolongó por dos años, hasta que sus compañeras tuvieron que retornar y él aprovechó para regresar con ellas al país.
Los trajes de Zapatín son de colores alegres, son una fiesta en sí, el amarillo que luce para el relato de esta historia lo hizo su esposa, María Margarita Asturias. Ella desde hace algunos años se convirtió en su ángel guardián, pero por mucho tiempo estuvo a cargo de cada puntada en cada traje, también actuaron juntos, ella era la payasita Fresita.
Cuando Juan Antonio tenía 25 años, Zapatín había cumplido 10 años de carrera y de escuela. El primero se había convertido en artista y el segundo ya estaba graduado, era un payaso de carpa, totalmente de alma.
Entonces, decidió estar más cerca de los suyos, la época pintaba bien y los eventos privados no faltaban.
«Hubo compañeros que decían “el otro mes me compro mi carro”, era la época de oro, pero luego llegó la guerra y nos afectó», recuerda.
En los siguientes años, siguió con cautela sobre todo por sus hijas, hasta que el conflicto armado acabó y entonces nuevamente había oportunidad de llevar su show que prometía y promete carcajadas, magia y si lo requieren en tono más jocoso para los adultos.
Así transcurrió hasta la pandemia, un nuevo golpe al trabajo y a su economía, como la de muchos otros artistas.
Pero aún así y con todos los retos del camino, Zapatín no identifica un solo momento en el que se arrepintiera de ser payaso y menos pensar alguna vez en cambiar de profesión.
Los años han pasado pero el alma de este artista es de un payaso que se vuelve niño en las fiestas pese a tener 71 años. La gracia y la diversión siempre lo acompañan y espera ansioso seguir recibiendo llamados para amenizar fiestas privadas. ¡Hay Zapatín para rato!
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