Las miradas acerca de la esencia del año que acaba de terminar difieren, pero a partir del reconocimiento de una certidumbre que es innegable: desde la Segunda Guerra, que terminó en 1945. Nunca un fenómeno social se había cobrado tantas vidas: un número próximo a los 2 millones de personas murieron a causa de la COVID19.
Tal vez esa no sea la única certidumbre que nos deparó 2020. También se puso de manifiesto la fragilidad de los Estados para hacer frente a una peste de tamaña naturaleza. Las grandes potencias que son capaces de destruir medio planeta apretando unos pocos botones se han mostrado incapaces de dominar un virus.
Algunas miradas, piadosas y voluntaristas, más propaganda política que convicción religiosa, sostienen que ha pasado lo peor, que la pandemia nos ha fortalecido, que estamos mejores para salir de ello. No descalifico esas opiniones. Prefiero la de las autoridades de Salud, que saben que cada quien tiene el derecho a pensar lo que crea necesario, pero está obligado a cuidarse y a cumplir los protocolos si quiere evitar enfermarse.
El año pasado solo es comparable con 1989, en nuestra historia contemporánea. No por los muertos. Es comparable porque entonces, como hoy, se ha comprobado la debilidad intrínseca de los Estados, al menos en América Latina.
Y esa comparación no es caprichosa. El ciclo que se inició entonces —en el mundo y en nuestro país— ha comenzado a dar lugar a otro nuevo, a una nueva etapa global y nacional.
En los países latinoamericanos había —en la naciente década de los noventa— una consigna del neoliberalismo que impregnó el pensamiento periodístico y de economistas y opinólogos: «Achicar el Estado es agrandar la nación». ¿Qué era el Estado? La representación jurídica del pueblo. ¿Qué era la nación? El botín de guerra de los capitales financieros.
1989. Era el penúltimo año de la dictadura de Pinochet en Chile. Menem comenzaba su gobierno en Argentina, y Brasil estrenaba su segundo gobierno democrático después de 20 años de dictadura militar, con la presidencia de Collor de Melo.
Venezuela vivió en marzo de aquel año convulsionado el famoso Caracazo, protestas por medidas tomadas por el gobierno de Carlos Andrés Pérez.
Empezaba el imperio del neoliberalismo y el FMI y el Banco Mundial lo diseminaban por América Latina con la imposición de programas de ajuste, estabilización monetaria y privatizaciones de los bienes del Estado.
ARENA y el neoliberalismo
Casi a fines de 1989 ocurrieron a escala mundial y local dos hechos determinantes. El 9 de noviembre se produjo la llamada caída del Muro de Berlín. Era el fin de la guerra fría y la consolidación de la hegemonía global de EE. UU.
Aquí se lanzaba, dos días después, la ofensiva hasta el tope que fue el ataque mayor de la guerrilla del FMLN en el conflicto armado.
Aquello fue determinante para definir el curso del planeta en los siguientes 30 años. Este hecho local determinó que se precipitara el fin de la guerra civil y el inicio de los Acuerdos de Paz. Pero lo importante, lo realmente importante de aquellos días era que el gobierno de Alfredo Cristiani, electo unos meses antes de aquellos acontecimientos, iniciaba el camino del sometimiento de El Salvador a la filosofía del neoliberalismo.
Cristiani y sus sucesores durante tres décadas, incluidos los tres períodos siguientes de ARENA y los dos del FMLN, promovieron y sostuvieron la política económica neoliberal que originariamente se expresó en el Programa de Ajuste Estructural y Estabilidad Económica que aplicó Cristiani.
Eso significó desregulación de la economía, proceso de privatizaciones de los bienes del Estado —fue emblemática la entrega de los bancos y otros servicios sociales a privados—, y la apertura y liberalización de los mercados. Esto es favorecer la importación a expensas de la producción local.
La privatización del sistema de reparto —sistema de pensiones— en 1996 es muy simbólico de aquel proceso de privatizaciones. Las AFP del sistema financiero ocuparon el rol del Estado y se quedaron con los aportes de los trabajadores. Hoy conocemos lo que eso ha significado: las AFP son un gran negocio para los bancos y las financieras, y la maldición para los aportantes al sistema. Las pensiones básicas son de $140.
A escala mundial, el neoliberalismo significó la imposición de la cultura del consumo y una concentración impúdica de la riqueza.
Datos de Cepal y de Oxfam indican que el 10 % de América Latina y el Caribe atesora el 70 % de la riqueza. De eso solo paga un 5.4 % de impuestos de su colosal renta.
Las comparaciones de 2020 con 1989 muestran que esas dos fechas indican mojones en la vida de la humanidad: 1989, comienzo de un ciclo del capitalismo; 2020, comienzo del fin de ese ciclo.
En El Salvador, comenzaba en 1989 un ciclo de construcción de un sistema oligárquico que empobrecía a las mayorías y enriquecía a un puñado de familias. En el gobierno, ARENA impulsó ese sistema; el FMLN, que se oponía a aquellas políticas, lo conservó.
2020 es el año del fin. 2021 es el del comienzo. Comenzará —a partir del 28F y el cambio político que esa elección promoverá— un nuevo ciclo en el país, un ciclo de grandes transformaciones.
En el mundo deberemos ver muchas más manifestaciones de la incertidumbre quién sabe por cuánto tiempo.