En lo más duro del encierro por la pandemia, el entonces alcalde de San Salvador, Ernesto Muyshondt, suspendió la recolección de la basura en varios sectores de la ciudad. Los promontorios de desperdicios en putrefacción se acumulaban en las calles y una espantosa plaga de ratas emergió en las colonias.
De modo paralelo también apareció una manada de gatos callejeros que entraron en batalla con las ratas. Los gatos merodeaban por todos lados y, en grupos que parecían organizados, también combatían entre ellos disputándose el control de cada cuadra.
Eran muy ariscos, huidizos y hasta hostiles, sucios y mal encarados. Solían esconderse o hacer la siesta debajo de los carros aparcados. Cuando los vecinos nos acercábamos a los autos, ellos huían en desbandada. Eso se volvió una escena cotidiana.
Una mañana salí de mi casa para abordar mi carro y ocurrió eso mismo, pero uno de los felinos no se dio a la fuga y, por el contrario, se acercó a mí emitiendo maullidos que más bien parecían saludos muy cordiales. Mi asombro fue mayor cuando, con toda displicencia, se frotó plácidamente entre mis pies. Tenía aspecto adolescente y me pareció simpático.
Le comenté el hecho a mi esposa y mis hijos y se pusieron a reír. Me dijeron que ese animalito siempre hacía lo mismo, que ellos solían dejarle comida y agua en la acera junto a nuestra puerta y que incluso ya le habían puesto un nombre: Prudencio.
Cuando yo salía a caminar por la colonia, Prudencio salía de debajo de cualquier carro, me saludaba y me acompañaba en mi paseo como un buen y viejo amigo. Algunas noches entraba a la casa y husmeaba por los rincones.
Algunas tardes se quedaba dormido en los sillones de la sala, pero su casa seguía siendo la calle. Una noche escuchamos una gran trifulca de gatos en los tejados y en las calles de la cuadra. A la mañana siguiente Prudencio apareció muy malherido. Mis hijos lo llevaron de emergencia al doctor.
Las heridas eran graves. El doctor lo curó, le dio unos puntos, le dejó un tratamiento y dos o tres citas más para revisar el proceso de cicatrización. También advirtió que, mientras durara ese proceso tendríamos que impedirle salir a la calle. Hicimos hasta lo imposible para lograrlo, pero Prudencio siempre se las ingeniaba para escaparse por cualquier resquicio. Y siempre regresaba herido, por lo que mis hijos tenían que volverlo a llevar al doctor.
Intentamos encerrarlo en un cuarto con las mejores condiciones posibles, pero la desesperación del animalito por la calle y los tejados nos oprimía el corazón. Además, él se escapaba de cualquier modo.
Con nosotros era muy simpático y cariñoso, pero no podía vivir sin salir a buscar pelea. Yo dejé de llamarle Prudencio y lo nombré Vagancio. Ahora se la pasa más tiempo en casa en el día, se va por las noches de enamorado y parrandero y regresa en las madrugadas a casa, donde tiene su comida, sus sillones mullidos y nuestros corazones cautivos de su belleza, su simpatía y su empedernido sentido de libertad.
De vez en cuando su doctor llama para preguntarme cómo está la salud de don Vagancia Galeas.