Negar la realidad evidente o intentar sustituir un hecho con una palabra son tentaciones tan antiguas como el ser humano mismo; de hecho, quienes, por la razón que sea, rechazan el mundo tal como es y en su lugar postulan o construyen un mundo tal como ellos creen que debería ser son novelistas, escritores de ficciones.
Y por supuesto que hay novelas prodigiosas, seductoras, geniales, como El Quijote, «Crimen y castigo» o «¡Absalón, Absalón!», pero por mucho que esas soberbias creaciones nos fascinen sabemos que son ficciones y no realidades, así como sabemos que un mapa, por muy útil que sea para orientarnos, ciertamente no es el territorio.
Pero la tentación antes señalada es tenaz, trasciende el campo de la literatura y no pocas veces llega a contaminar la filosofía, la política y aún la vida cotidiana. Por eso, para evitar confusiones y desvaríos, los antiguos sabios del esplendor griego dictaminaron que los conceptos deben ser claros y distintos.
Por supuesto, una piedra no es un tigre y una gota de agua no es una flama ardiente. Pero eso es una obviedad, y por tanto señalarlo resulta ocioso, dirán algunos desprevenidos con aire de suficiencia. Entonces yo formularía algunas preguntas muy simples, pero totalmente vigentes.
¿Un derrumbe es una cumbre? ¿Hay soberanía en la sumisión? ¿Una democracia en plenitud es una dictadura? ¿Un criminal es un inocente? ¿Un político preso por ladrón es un preso político? ¿Los partidos que representan los intereses de las élites nacionales e internacionales son los partidos de las mayorías? ¿Una victoria contundente es un fracaso? ¿Es importante lo irrelevante?
Las preguntas de este tipo podrían multiplicarse y tendrían la misma respuesta dictada por el sentido común más elemental. A pesar de ello, un 3 % en plena evanescencia dirá lo contrario muy a pesar de los sabios griegos y del sentido común.
Y sí, como ya dijimos, la ficción es una vía de escape de la realidad, pero que nadie se llame a engaño: la ficción es humo, es espuma y se resuelve en la nada. La realidad, en cambio, es sólida y es implacable.
Cada quien tiene la libertad de cerrar los ojos y embarcarse en un sueño fantasioso; cada quien puede, si así lo desea, elucubrar sobre una improbable ética de Jack el Destripador; cada quien puede seguir jugando con las palabras y llamarle caballa a la yegua, pero cada quien tiene que saber que, si abre los ojos, la realidad estará ahí imperturbable y con todas sus muy reales consecuencias.
Nunca hay que olvidar a Shakespeare: «Póngale a la rosa el nombre que usted quiera, pero la rosa siempre olerá lo mismo».