Cuando los estudios de opinión pública certifican una y otra vez el rechazo de la mayoría a la élite económica y política y a todas sus instituciones que representan sus intereses, esa minoría organizada se alarma pero aún tiene suficiente poder formal y fáctico para seguir sometiendo a la mayoría dispersa.
El problema real para ellos comienza cuando un liderazgo alterno al poder tradicional se muestra capaz de cohesionar a esa mayoría y conferirle un rumbo y un objetivo preciso mediante la formulación de un nuevo programa político que, entre otras cosas, pasa por poner fin no solo al régimen, sino también a todo el sistema.
Es entonces cuando la mayoría dispersa, unida por aquel liderazgo y aquel programa, se transforma de manera espontánea en un movimiento.
Al expresarse como tal concentrándose en el espacio público y experimentando la fuerza de su propia convocatoria, ese movimiento empieza a sentir poco a poco —pero de modo creciente— su poder.
En ese punto inicia el proceso destituyente. En principio se trata de identificar y enumerar, casi caóticamente, todos los agravios y abusos que el poder tradicional ha infligido al pueblo durante tantos años, y se trata de exigir acaloradamente y a voz en cuello un severo e inmediato ajuste de cuentas.
Si tal situación se prolonga y se libra a la inercia, es bastante probable que degenere en violencia debido al estallido de la furia tan largamente callada y contenida. Eso es lo que ha ocurrido en las llamadas primaveras populares o insurrecciones espontáneas cuyo único escenario ha sido la plaza pública.
Pero en esos casos los procesos se convierten en un mero estertor dramático y estéril, luego del cual no cambia nada y, lejos de ello, el poder tradicional sale más fortalecido.
El proceso destituyente solo cobra sentido cuando el nuevo liderazgo es capaz de, a partir de ese movimiento desbordante, estructurar un partido que asuma de modo formal y estrictamente ordenado el programa político. El movimiento horizontal, transversal y autogestionario, madre del partido estructurado, se mantiene vivo y pasa a ser la garantía última del proceso.
En el caso de El Salvador, el momento destituyente fue encausado correctamente y culminó con éxito en dos fechas memorables: 3F y 28F. Tanto el régimen bipartidista de 30 años como el sistema oligárquico de 200 años habían colapsado. Y ahí comienza para nosotros el momento constituyente.
Mayoría municipal, mayoría legislativa y, en curso acelerado, nueva institucionalidad y nueva constitucionalidad.
Esto exige, desde luego, una agenda ordenada basada plenamente en el programa político ofrecido desde antes por el liderazgo y el partido, y aceptado soberanamente por la mayoría; es decir, por el pueblo.
El liderazgo y el partido son los responsables de la implementación naturalmente progresiva de ese programa estructurado en fases regidas por un orden de viabilidad. La mayoría o pueblo es responsable de vigilar el cumplimiento de ese proceso y de blindarlo con su respaldo.
Solo ese respaldo garantiza el carácter irreversible del proceso, así como garantizó el paso del momento destituyente al momento constituyente, y garantizará el paso de este último al momento constituido. Esta es, a grandes rasgos, la lógica del proceso de transformación de nuestro país.