«Cierto que quiso querer, pero no pudo poder», reza un viejo dicho de la sabiduría popular para señalar la diferencia entre la intención y la capacidad real de lograr un objetivo. Eso es exactamente lo que ha ocurrido con el fallido intento de transformar la pandilla en una guerrilla.
Y no solo porque los criminales ignoraban que el Gabinete de Seguridad gubernamental ya conocía en detalle ese plan y, por tanto, ya había tomado medidas discretas para neutralizarlo, sino también por otras razones y circunstancias. Veamos.
En principio las pandillas fueron tribus urbanas cuyo factor de identificación era la pertenencia común a una calle, una colonia o un barrio, una manera particular de vestir, de hablar, cantar, bailar y marcar sus cuerpos con tatuajes distintivos. Todo eso que, sumado al consumo de drogas y la defensa violenta de sus respectivos territorios, llegó a denominarse la vida loca.
Ese concepto originario comenzó a mutar cuando las pandillas ampliaron sus actividades de extorsión, su comercio de drogas al menudeo y su progresiva asociación al crimen organizado. Entonces pasaron de las cadenas y las navajas a las armas de fuego. Dejaron de ser grupos dispersos, jóvenes marginados y rebeldes, y se constituyeron en estructuras criminales regidas por la codicia y el lucro.
De esa manera, aprovechando las deficiencias e ineficiencias de un Estado neoliberal corrupto y ausente, que no invirtió ni en el Ejército ni en la Policía, dejando a estas instituciones en la precariedad, también ampliaron su poder de fuego y su control territorial en las zonas urbanas y semiurbanas en todo el país.
Y, efectivamente a fuerza de una creciente densidad presencial e imposición de sus propios códigos y reglas en las comunidades, consolidaron sus zonas de control y aumentaron el radio de sus zonas de influencia y de expansión.
En esas condiciones consiguieron la complicidad de las más altas esferas políticas. En ese punto las pandillas empezaron a explorar la posibilidad de dar un paso decisivo en su proceso de mutación: convertirse ellas mismas en una parte importante del poder político. Lo intentaron y estuvieron cerca de conseguirlo en un acuerdo secreto con el Gobierno de Mauricio Funes, mismo que se concretó con la puesta en escena de una falsa tregua en 2012. Como se sabe, los dirigentes del FMLN, y posteriormente también los de ARENA, estaban dispuestos a jugar ese juego fatal, pero el proyecto resultó tan altamente impopular que se vieron obligados a abortarlo.
En todo caso, aunque no lograron su objetivo, las pandillas salieron aún más fortalecidas de aquella coyuntura y se replantearon esa misma estrategia, pero con una nueva variante táctica. (Continuará)