El nivel de conciencia del ser humano, al ser mediado por el lenguaje, indica que está muy por encima de otros seres que actúan por instinto para su subsistencia. El ser humano sabe que está vivo, que existe, tiene conciencia de su propia finitud, entiende, por tanto, que tiene un origen y una historia mediante los cuales busca su sentido, individual y colectivo, de continuidad y trascendencia.
Sin embargo, la búsqueda de ese propósito trascendental, personal y social siempre parece moverse en la misma contraposición de dos formas de pensamiento filosófico que heredamos del mundo antiguo: el platónico y el aristotélico. Platón habla de las cosas sublimes que nos trascienden, y Aristóteles, de las cosas humanas que nos importan aquí y ahora.
En ese mismo orden de ideas, los miembros de cualquier grupo suelen debatirse entre lo abstracto y lo pragmático, siendo que en el día a día se pondera como prioritario lo segundo; es decir, el logro de objetivos inmediatos, usualmente materiales.
Al igual que aquellos antiguos filósofos, los contemporáneos Hegel y Schopenhauer contraponen, en el siglo XVIII, sus ideas en el mismo sentido. Hegel desarrolla la idea de interconexión entre el individuo, la sociedad, el arte y la religión con el propósito de entender la totalidad; es decir, entender el sistema en su conjunto y definirnos. Schopenhauer —el gran opositor de Hegel— propone, desde su pesimismo filosófico, que ese sentido hegeliano de la historia no es necesario para que podamos profundizar en las raíces estructurales de lo que somos. Esto podemos entenderlo incluso desechando la idea de elección; es decir, actuamos como actuamos y no puede ser de otra forma; y eso, después, nos define.
En otras palabras, la respuesta a la pregunta cómo soy la encontramos analizando cómo actuamos. No nos definimos primero para luego comenzar a actuar. El actuar es inherente a nosotros mismos. Como seres humanos, nos conocemos por lo que hacemos.
¿Qué es lo que hace, entonces, la cultura? La cultura intenta llevarnos en la dirección del bien, pero no del bien como postulado ético, sino en el sentido de que si algo le conviene a la sociedad se le llama bien, y si no, mal. Por lo tanto, en esta línea de pensamiento, la idea de bien y mal no son verdades metafísicas, sino convenientes.
Luego, el individuo será llevado a aprender por la estructura social, o sea, por su cultura, qué le procura el bien y qué a la vez le hace mal al grupo y a él. Si no lo aprende, no se le enseña, sino que se le castiga (exclusión, cárcel, etcétera); y si lo aprende bien, se le premia (condecoraciones, reconocimientos, etcétera); esto es persuasión, coacción y disuasión.
En consecuencia, la sociedad (el Estado) nos hace a su imagen. Pero ¿para qué? Para lograr sobrevivir y trascender. La sociedad puede prescindir de los individuos y aun así seguir siendo sociedad. Nosotros no estaremos y seguirá siendo sociedad con otros individuos que vengan con las nuevas generaciones. La sociedad nos educa y nos enseña la moral del grupo no para un propósito sublime, sino para uno pragmático: su supervivencia.
Entonces, el Estado, la sociedad, el ente colectivo, si bien no son una mente colmena, sí tienen una voluntad colectiva: la voluntad de sobrevivir y de perdurar. Ese es realmente el fundamento del mundo, según Schopenhauer.
Procurando trascender esta contraposición de ideas, y sin ser arrogantes pretendiendo sobreponernos a estos grandes pensadores, sí debemos retarnos a nosotros mismos y atrevernos a retar ese pesimismo filosófico interiorizado como pragmatismo sin caer tampoco en posturas ingenuas de utopías impracticables.
Debemos escapar de la pregunta circular de si la sociedad está formada por individuos y si los individuos son educados por la sociedad que ellos mismos conforman culturalmente, ¿quién crea a quién?, como si se tratase del enigma de cuál fue primero: el huevo o la gallina.
Este sentido determinista de la cultura de los pueblos me recuerda una frase del célebre psiquiatra y psicólogo suizo Carl Gustav Jung: «Hasta que lo inconsciente no se haga consciente, el subconsciente seguirá dirigiendo tu vida, y tú lo llamarás destino».
Sin embargo, nuestra sociedad, nuestras estructuras estatales y culturales no deben asimilarse en los individuos como un destino ineludible. ¡Al contrario! Podemos y debemos estar conscientes de estas realidades que subyacen en nuestra forma de entender nuestra cultura, y debemos, para ello, comenzar por entender que la sociedad, aunque tenga un propósito colectivo, no piensa. ¡Los individuos piensan! Y estamos obligados a romper con esa especie de determinismo social y cultural. Debemos, por tanto, obligarnos a pensar, entender, cuestionar, actuar y crear nuevas formas culturales, a transformar los círculos viciosos de nuestra estructura social, estatal y cultural en círculos virtuosos que cuestionen y enriquezcan nuestros conceptos éticos y estéticos para procurar que la sociedad humana, la sociedad del «sapiens», pero más concretamente nuestra sociedad hispanoamericana, mesoamericana, es decir, salvadoreña, no solo continúe sobreviviendo, sino que realmente trascienda.