Gracias, Señor, por haberte conocido, porque me permitiste conocerte en tu extensa excelsitud. Pensé que te había conocido en una iglesia o en una religión, pero me equivoqué, ahí me presentaron a un Dios egoísta y castigador que señalaba cada momento mi vida y me acusaba. Aprendí que tú no eras ninguna religión, ni sacramentos, ni rituales; aprendí que tú eres amor. Te vi en la sonrisa de los niños con la carita sucia y en su inocencia, te vi en las manos de los que ayudan, de los que llevan pan al hambriento, abrazan al indigente llenándolo de esperanzas, en los que visitan a los enfermos en los hospitales dándoles aliento, ánimo y fe, en los que le llevan ropa al desnudo. Te conocí en los cuidados y las caricias de una madre que da todo lo que tiene por sus hijos, en el hombre que extiende siempre una mano amiga para ayudar al necesitado, te conocí en la belleza de tu creación, en el cielo azul profundo y en las nubes que dibujan espectáculos de colores en el horizonte, en la belleza de los atardeceres, en la fuerza y el poder de los mares, en la imponencia de los grandes volcanes, te conocí en el pájaro y la flor, en la belleza de las aves con sus múltiples colores, en sus cantos matinales que anuncian la salida del sol cada mañana, en la belleza de las rosas, las violetas y los claveles, en los girasoles y las azucenas. Extasiado de tanta belleza comprendí lo bello que eres tú.
Me di cuenta de que eres el artista por excelencia, de que eres el más grande compositor musical porque le diste a cada pájaro su canto, eres el pintor más excelso porque le diste belleza y color con pinceles celestiales a todo lo que creaste. Me di cuenta de que tú estabas en todas las cosas, en el aire que respiro, en todo lo que hago cada día. Gracias, Señor, porque aprendí a conocerte no como lo enseñan las iglesias y las religiones, me di cuenta de que tú eres más que una religión, me di cuenta de que tu esencia es el amor, de que tú eres amor y donde haya amor siempre estarás tú. Quiero dedicarte este poema cristiano que escribí para ti, mi Señor: «La brisa de tu regreso».
Siento la brisa de tu regreso, mi Señor,
que llena mis sentidos y mis entrañas,
brisa de esperanza,
brisa de alegría y también de tristeza,
porque veo a las multitudes que no te buscan,
están ensimismadas en su vanagloria, embelesadas en su amor propio,
solo se aman a sí mismas.
Todos tienen un pedestal, han levantado sus propios atrios,
sus propios tronos, su propia adoración,
ya no edifican altares para dioses; ellos edifican su propio altar,
porque se endiosaron,
están más alejados del Creador del universo,
de nuestro Dios verdadero,
de nuestro redentor.
Siento la brisa de tu regreso, Señor,
pero ya no te escuchan,
están perdidos es sus tinieblas,
en su propia idolatría,
están creando su propio universo,
su propia fantasía,
su propio cielo,
están edificando sus torres de Babel,
desafiando los cielos,
desafiando la vida, desafiando la creación divina,
están construyendo su propia creación,
su propia inteligencia,
sus propias criaturas,
están jugando al Dios creador,
por eso no sienten la brisa de tu regreso, mi Señor,
brisa de esperanza,
brisa de alegría
para los que te amamos,
pero brisa de tristeza,
brisa de angustia y de tragedia para los que caminan sin ti, mi Señor,
solo escucharán los llantos de Raquel por sus hijos,
en el día del Señor que se avecina y no lo saben,
porque tienen oídos para oír, pero no oyen,
ojos para ver, pero no ven,
y tampoco entienden.
Están ensimismados construyendo sus propios altares,
amándose a sí mismos,
haciendo su propia creación,
adorándose a sí mismos,
sin amor para nadie,
por eso no sienten la brisa de tu regreso, mi Señor,
mi Señor Jesucristo.