El maestro Karl Kraus solía decir: «Quien calla una palabra es su dueño, quien la pronuncia es su esclavo». Esta apología de la palabra lleva hacia una visión clara de la libertad del ser humano; solo se puede ser dueño de sí, nadie es dueño de nadie ni propiedad de nadie. Si se comprendiera y se pusiera en acción esta postura, habría mayor libertad en las relaciones sociales y familiares.
La complejidad de la vida ha hecho que las personas quieran cimentar en sus subsistencias algo, esto conlleva a querer adueñarse de la vida o de las circunstancias de otro, construyendo así el ocaso de la libertad y de una existencia plena conforme a los principios más altos de la individualidad. No es fácil el equilibrio entre lo colectivo y lo individual cuando está de por medio el bien común.
Empero, es menester clarificar que, aunque se busque el bien común, este nunca debe estar por encima de la libertad del individuo ni de su propia percepción de la vida, ya que, entonces, se estaría poniendo en manos de otro la posibilidad de ser, hacer y decir. Entonces, el ser dueño de sí se pierde en el horizonte del supuesto bien común.
Es así como se va perdiendo la autenticidad de ser señor de uno mismo, volviéndose propiedad de todo aquel que controla o de lo que se calla. Pues bien, no hay en esta vida mayor privilegio que ser dueño y señor de sí, no poniendo en manos del otro lo que se es. Podrá compartirse lo que se es, pero nunca adherirse o intercambiar lo que se es como una mercancía sin esencia.
Por tanto, hay que ser capaz de comprender que cada uno fue hecho único e invaluable, aunque la sociedad de consumo y los mercaderes de la vida —conocidos como empresarios— hagan creer a la persona que solo es un número más en su visión de la vida. Nunca ha estado más equivocada esta concepción, desde la industrialización, cuando todo adquirió valor no en sí, sino en el otro.
De uno depende ser dueño de sí, tal como lo expresó el fundador de los Boy Scouts, Robert Baden Powell. Y es así. De cada persona depende ser muy señor o señora de sí, no es responsabilidad de nadie más, ni del Estado, ni de las Iglesias, ni de la pareja ni del sistema educativo, solo de uno mismo. Esa capacidad de ser dueño de sí nace de la comprensión ineludible de saberse digno de vivir y de aprender.
De tal suerte, querido lector, considere como la gran oportunidad de la vida dejar de ser esclavo de las pasiones, de los temores, de los complejos, de los empresarios, etcétera, y tome el control de su vida como ese gran regalo que la existencia le ha dado: el ser artífice de su destino y promotor de su pensamiento.
Eso sí, recuerde, ser dueño de sí implica la responsabilidad de uno para uno y no de nadie más. Por lo que no considere como un juego sencillo el tomar las riendas de sí, es el mayor trabajo interno y externo, es un procedimiento arduo, pero de amor. Su carácter es su destino, tal como lo esbozó el gran maestro oscuro Heráclito de Éfeso; pues bien, oiga su destino.
¿Se anima a explorar su reino y sus bienes espirituales? Esa ha de ser su gran tarea, la posibilidad de encontrar en sí la razón de ser y, ante todo, el valor de ser auténtico dueño y señor de su vida, de su existencia y de sus creaciones. Si colma de suavidad y luz la existencia de los demás, pétalos obtendrá en su vida; si colma de espinas y cardos, entonces, sabrá esperar ese mismo trato. ¡Ya es tiempo, sea dueño y muy señor de su vida!