Según la historia o la leyenda, el 12 de octubre de 1492, luego de un viaje por el océano Atlántico de más de 50 días, un grupo de marinos españoles arribó a tierras de un grupo de islas que hoy son conocidas como las Bahamas.
Esta fecha ha sido presentada hasta nuestros días como el Día de la Raza, dándole el significado de un encuentro entre dos culturas diferentes, en las que una de ellas, la europea, hacía un esfuerzo gigantesco para expandir la fe cristiana y la civilización a los pueblos que encontró a su paso; mientras que las otras culturas, distribuidas en el inmenso territorio, que sería conocido como América, debían someterse a esa civilización que llegaba desde el mar y tenían que pagar el costo de haber sido descubiertas.
Ese año, 1492, era crucial para las fuerzas invasoras, porque los castellanos habían culminado la guerra para reconquistar su territorio con la derrota de la civilización árabe, que ocupó España durante más de 700 años, y la monarquía reinante expulsó a los moros, como ellos llamaban a los árabes, y también a los judíos. Siendo la gran potencia naval de su época, España se encontró con el hecho incontrastable de no tener acceso a los mercados de Oriente —India y China— por las rutas tradicionales, porque los pueblos árabes eran dueños del Oriente Medio y controlaban esas rutas. Mientras que el imperio turco, después de tomar Constantinopla, en 1453, era dueño de las aguas del Mediterráneo.
Así las cosas, resultaba que el paso hacia oriente tenía que buscarse de acuerdo con la idea de que, si la Tierra es redonda, se puede llegar al oriente partiendo del occidente. Cristóbal Colón era uno de los navegantes que pensaban eso y, por eso, la ambiciosa reina de Castilla, Isabel, lo contrató para que intentara llegar al oriente. En efecto, Colón siempre creyó que era al oriente del planeta al que había llegado. La Corona española se dio cuenta de que se trataba de otras tierras a las que llamó Indias Occidentales.
La monarquía española, feudal y atrasada, se sostenía sobre los hombros de la Iglesia, abogados, conventos y un poderoso ejército. A diferencia de Inglaterra, Francia, los Países Bajos y Alemania, donde se movían elementos importantes de una naciente burguesía, en España, esta burguesía era muy débil y no dominaba los acontecimientos.
Lentamente, la monarquía española tomó conciencia del inmenso territorio con el que se había encontrado casualmente, pero siempre todas estas tierras le quedaron grandes. Pese a que sistematizaron el pillaje de la riqueza y la matanza de pueblos, las riquezas que España robó de esas tierras no favorecieron su desarrollo económico y social, aunque sí llegaron a constituir la acumulación originaria del sistema capitalista planetario.
Resulta impresionante la relativa facilidad con la que las huestes españolas vencieron y se impusieron a los más poderosos Estados en el continente, tal como ocurrió con los aztecas en el norte o con los incas en el sur. Los más de 300 años que duró el dominio colonial español sobre el continente sirvieron para que España impusiera su idioma, su religión y su derecho, y aplastara brutalmente la cultura y la civilización de los pueblos originarios.
Esta forma salvaje de establecer su dominio se puede explicar porque España acababa de vencer a los moros, y en esta larga guerra, sin duda, aprendió a aprovechar las debilidades de los pueblos vencidos, y las sociedades con las que se encontraron no supieron explicarse de dónde llegaba el mal que las mataba y destruía su vida y su poder, como la peor de las plagas de la naturaleza.
Como en todos los casos similares de conquista, España se presenta como una fuerza de civilización, y para eso le sirve el idioma castellano que impuso. Sin embargo, 500 años después del choque sangriento de la invasión castellana, los pueblos del continente, en diferentes formas e intensidades, buscan los caminos que les permitan alcanzar una plena identidad, desarrollo y felicidad.
Para estos fines, la colonia española constituye un pesado lastre que aún se arrastra e impide a los pueblos ser ellos mismos. Después de la independencia de España, dominaron los ingleses y después Estados Unidos, y afirmaron para nuestras tierras su condición de periferia en relación con un centro imperial. De tal manera que la independencia formal alcanzada es sustituida por un pesado coloniaje, que vive y pervive en la cabeza y hasta en el alma de nuestros pueblos.
Hoy, este coloniaje pasa por Estados Unidos, pero es como una larga cadena, cuyos eslabones corresponden a los países europeos más influyentes en cada momento histórico del continente.
España ejecutó un genocidio sobre nuestros pueblos y destruyó minuciosamente las expresiones más completas de nuestras culturas, incluso quemando en la hoguera códices de la civilización maya y destruyendo concienzudamente monumentos arquitectónicos de los diferentes pueblos. Lo que no alcanzaron a destruir es lo que hoy se conoce y medianamente se estudia.
Por eso, resulta imposible hablar de un encuentro de culturas y mucho menos de una madre patria. Es muy apropiado hablar de la invasión, la más sangrienta de la que nuestros pueblos tuvieron noticia.
Los diferentes Estados que surgieron después de la independencia de España tienen relaciones económicas, diplomáticas y comerciales con el Estado español, tal como se tiene con cualquier otro Estado, sin que exista ningún andamiaje especial que signifique un tejido espiritual de encuentro. Son las empresas españolas, voraces como cualquiera, más que el Estado español, las que siempre están tocando las puertas y haciendo fila para participar en el pillaje contemporáneo.
Para nuestro pueblo, el tema resulta fundamental, porque hemos de saber que en el pasado está la verdad, en el presente está el conflicto y en el futuro está la utopía. Nosotros, que hemos tenido gobiernos sucesivos empeñados en sepultar la historia, deberíamos hacer un esfuerzo muy grande para saber quiénes somos y de dónde venimos. Para eso hemos de aprender a mirarnos y a pensarnos desde antes, mucho antes de que los invasores castellanos asomaran en nuestras tierras.