El mundo está lleno de personas que una vez degustan el poder y lo pierden son capaces de vender su alma con tal de obtenerlo de nuevo. Se asocian con individuos que comparten sus mismos intereses egoístas y perversos.
Cual flautistas de Hamelín tocan sus instrumentos de engaño e injuria creyendo que la mayoría de la gente los seguirá ciegamente; amontonan a su lado personajes rastreros que únicamente persiguen el dinero y el estatus, así como aprendices que se autoengañan creyendo que ya pueden nadar en piscina de tiburones.
En El Salvador, los ciudadanos están viendo cómo se levanta la ola de los sedientos de poder y fama, formando un tsunami para arrasar con todo lo que encuentre en su camino. Pero obvian que los salvadoreños los tienen medidos, pues suficiente experiencia han adquirido de las ideologías extremistas que ya no tienen cabida, por más máscaras que se pongan.
Lo cierto es que muchos políticos son como «el tonto del pueblo», capaz de concentrarse únicamente en un asunto a la vez, el de llegar a lo alto y mantener su estilo de vida. Mientras que otros, con ese mismo afán, no soportan hallarse juntos en la misma habitación, aunque se dé la circunstancia de que por mutuo interés les convenga entenderse. Hay de todo.
Estos desconocen que la perseverancia, no el genio, es lo que lleva a los hombres a la cima. No entienden que un enemigo abierto y declarado es menos formidable que uno que se oculta y no dice nada, pero que también los hay y con maletines.
Los buenos políticos son dotados de proyección, son los que rodean y sostienen los liderazgos que el pueblo ama, que conocen bien las armas de sus adversarios. Saben que en la guerra cualquier división en el mando resulta fatal. Entienden perfectamente que en el camino hacia la cima de la política hasta los paisajes raros forman parte del cuadro de la victoria. Tienen la capacidad de ver más allá de las apariencias y de abrazar todo lo que suma al puerto de llegada.
Tienen como fijación ganar la pelea por el pueblo y que rendirse o acomodarse creyendo que todo se dará por «default» está descartado. No se permiten ningún día con la guardia abajo. Saben que el secreto de una victoria reside en la calidad de las labores de preparación.
Los buenos políticos son capaces de mirar en dos direcciones al mismo tiempo para controlar mejor el peligro venga de donde venga. Un lado mirando hacia el futuro y el otro hacia el pasado. Cuanto más allá se vea, más allá se puede planear y obtener la victoria. El propósito real de mirar hacia atrás es educarse constantemente. Nada será una sorpresa porque día a día se imaginarán problemas antes de que surjan.
No hay que confiarse. Bien decía el filósofo Epicarmo que la esencia de la sabiduría radica en «no confiar nunca precipitadamente».
Para un buen político, serio y honesto, es fácil conocer a un tonto, es ese que te dice que sabe quién va a obtener la victoria e invita a echarse a la sombra de un árbol a esperar la terminación. El buen político sabe leer los movimientos de ajedrez y no interfiere para desestabilizar, sino para sumar.
El mundo está lleno de miopes, de cobardes y habladores, que se concentran en una burbuja en donde el amor y el cariño se vuelven armas potencialmente destructivas, porque se ciegan en intereses egoístas.
En los juegos de poder no se juzga al contrario por sus intenciones, sino por el efecto de sus acciones. Entender los motivos ocultos que mueven a la gente es la información más importante que se puede tener para obtener la victoria.
Los buenos políticos son leones que jamás se permiten convertirse en ratones. No olvidan que sin enemigos alrededor, los vuelven vagos.
Calculan, planean, se esfuerzan y determinan lo que sucederá el día después de mañana.